La metáfora de América Latina
A marcha lenta. Capítulo I
Un viaje, un viaje así, jamás lo devuelve a uno al lugar de procedencia en las mismas condiciones en que salió.
Eso lo supe cuando mi jefe me llamó a su despacho y me mostró un libro de Paul Theroux, alentándome para que emprendiera un itinerario similar y lo contara en varios capítulos. Leí el título, The Oíd Patagonian Express, y la frase aclaratoria que figuraba debajo: "En tren a través de las Américas", y pensé que aquello no podía estarme sucediendo a mí. La experiencia del autor de Costa de Mosquitos y Saint-Jack, persistente viajero por medio mundo, había consistido en meterse en el metro de un Boston cubierto por la nieve, para descabalgar, dos meses después, del Viejo Expreso de la Patagonia, en medio del ansiado calor del Sur. Si no estaba oyendo mal, a mí se me concedían también dos meses -que en la práctica se alargaron por dos semanas más- y tenía las manos libres para recorrer América Latina de punta a punta y de un tren a otro. Si es que aún existían trenes por allí.
Theroux había realizado su trayecto 14 años atrás y, de entonces acá, en América han cambiado algunas cosas. Otras, por supuesto, permanecen inmutables. Aunque las más feroces dictaduras han sido sustituidas por regímenes formalmente democráticos, en casi todos los lugares que el escritor norteamericano visitó han surgido nuevas formas de opresión que se han sumado a las antiguas sin desvanecerlas. El neoliberalismo económico ha echado raíces, y sus víctimas deambulan sin destino por la cuneta de la vida, mientras en algunas zonas planea el fantasma del regreso a un absolutismo deseado como mal menor, al estilo de Fujimori en Perú, porque la gente está cansada de que la democracia signifique parejo saqueo y no menos brutalidad, envueltos en floridos discursos e incumplidas promesas.
La palabra ferrocarril desvela en muchas personas secretos anhelos y románticos sueños. Eso explica que, en cuanto anuncié la clase de viaje que me proponía emprender, acudieran a mí insospechados personajes que me proponían tomar éste o aquel tren, no perderme tal itinerario o tal otro. Sin duda porque todavía conservamos dentro de nosotros más espíritu de aventura de lo que sospechamos, pronto me vi rodeada de expertos que me brindaban su consejo. Así que partí a América con una lista de recomendaciones y una supina ignorancia de cómo estaban las cosas en aquel momento.
Y las cosas no podían estar peor, ferroviariamente hablando. Las diferentes crisis superpuestas han acabado, o casi, con los trenes, y la supervivencia renqueante de unos cuantos -en total, el fotógrafo Bernardo Pérez y yo tomamos catorce convoyes de pasajeros y cuatro de carga, desde Chile hasta México- se fue convirtiendo, conforme avanzaba en mi viaje, en una metáfora de la degradación de América Latina, de la precariedad permanente en que allí se vive, de la larga agonía de una tierra tan rica y hermosa como desdichada. Descubrí también que los trenes habían contribuido a su desgracia: porque las vías fueron construidas casi siempre, en el siglo pasado o en los albores de éste, por monopolistas extranjeros que las usaban para transportar hasta los puertos las materias primas de que despojaban a estos países (y de ahí la desindustrialización endémica: nunca se le permitió a América manufacturar sus productos). Como señala Eduardo Galea- no en Las venas abiertas de América Latina, los trazados se parecen a los dedos extendidos de una mano. Van (o iban) de la mina, o de la plantación, o del cafetal, al mar, pero apenas han servido para comunicar entre sí a los pueblos, y mucho menos para enlazar los países. Nunca se quiso que América estuviera unida, e igual que el sueño de Bolívar fracasó, se hundieron los intentos de crear un camino longitudinal. Cada cual permanece aislado con sus cuitas, con sus verdugos, y con su ferrocarril dramáticamente fragmentado.
Yo había elegido hacer el viaje de Theroux en sentido inverso, empezando en el extremo del Cono Sur para llegar a la frontera de México con Estados Unidos. Tenía dos buenos motivos para ello. La primera razón era climatológica: no podía arriesgarme a coincidir en Argentina o Chile con las torrenciales lluvias del invierno, que originan inundaciones y corrimientos de tierras difícilmente salvables. En segundo lugar, me inspiraba una pretensión sentimental: mi condición latina hacía que quisiera atravesar el continente, con la mirada y con el corazón, yendo de Sur a Norte. Desde la desesperación hasta las falsas ilusiones. Desde la áspera lucha cotidiana hacia la huida, cruzando yo también, finalmente, la barrera color café con leche del Río Grande.
Volé a Santiago de Chile y allí supe que, en Argentina, la mayoría de los ferrocarriles estaban protagonizando frecuentes huelgas, como protesta por la eliminación de líneas y la privatización de las restantes con que amenazaba el Gobierno. El Viejo Expreso de la Patagonia salía cuando se le cantaban las bolas, de modo que, asesorada por Ian Thomson y Enrique Rivera, de la Asociación Chilena de Conservación del Patrimonio Ferroviario -un grupo de deliciosos románticos militantes del tren-, viajé hasta Puerto Montt, capital de la Región de los Lagos, el punto más al sur del continente (y del mundo, 200 metros más abajo que Nueva Zelanda) del que se puede partir en tren.
Tengo a mi lado los cuatro cuadernos, de 200 páginas cada uno, que contienen el relato completo de lo que sucedió durante los 75 días en que estuve moviéndome hacia el final, a veces a un promedio de 20 kilómetros por hora. Pero si tuviera que entregar un sucinto sumario de lo que fue este periplo sin consultar mis apuntes, escribiría sin vacilar lo que sigue: La dignidad de los ferroviarios, traicionados por el falso progreso, los intereses de los transportistas ruteros y la desidia de la Administración. El rostro de Lidia Reyes, viuda de un sobrino-nieto de Pablo Neruda, relatando sus recuerdos de infancia, con el retrato del padre del poeta, José del Carmen Reyes, que fue jefe de tren en Temuco, descansando en sus rodillas. Juan Zapata, el primer gaucho de verdad que me ofreció su hospitalidad, en Bahía Blanca. Las conversaciones sobre el tren que sostuve, en Buenos Aires, con el maestro de periodistas Jacobo Timmerman, por una parte, y con Osvaldo Soriano, el novelista que heredó el gato de Philip Marlowe y la sonrisa del Gordo y el Flaco, por otra. La preciosa ciudad de Salta, y con ella, el hallazgo de la Argentina profunda y colonial, y la aparición de los primeros indios, abundantes y silenciosos, a modo de coro fundido con la belleza de la catedral y el cabildo. Los indescriptibles colores de la sierra de Huamahuaca, en el camino a Bolivia, una orgía mineral que reinventa el arco iris bajo la plancha turquesa del cielo. Las indias bolivianas del contrabando hormiga. La puna, fría, desolada y diamantina, y la decadencia de ciudades como Potosí o Sucre, despojadas de su riqueza y de su importancia en la historia. La irreversible tristeza de Lima, sitiada por la pobreza y el miedo, y la soledad majestuosa de Cuzco y Macchu Picchu, dejadas de la mano del turismo, su única fuente de ingresos, por el miedo al cólera. Los niños mendigos que se cobijan en las estaciones y los trenes de Ecuador, y los niños trabajadores de Ecuador, las niñas limpiabotas, sobre todo. La Maestranza de Durán, en donde hombres sudorosos salidos de la fragua de Vulcano fabrican clavos para las traviesas de las vías, manteniendo con su esfuerzo lo que ya no se sostiene. Los indios rei- vindicativos de la provincia de Riobamba, que editan sus propios programas de radio, en quechua, sin más inspiración que la lista de sus problemas ni más instrumento que un magnetofón de bolsillo.
La paciencia infinita de los colombianos, que desde hace meses y hasta ni se sabe cuándo viven arruinados por ocho horas diarias de corte en el suministro de electricidad. El cura- alcalde de Barranquilla, elegido con el apoyo del grupo guerrillero reinsertado M-19, hoy partido político, y el hedor insoportable del mísero mercado que recorrí con él, y la cumbia que bailamos después, en El Rincón Latino. Mi regreso a Panamá, dos años y medio después de la invasión norteamericana que le quitó la vida a Juantxu Rodríguez. Las mujeres que trabajan, mojándose hasta el cuello, en las empaquetadoras de banano de Costa Rica, a sueldo de la Standard Fruit. La frustración de Guatemala, con un tren de pasajeros que nunca pude abordar porque acababan de chocar dos locomotoras y se habían quedado atravesadas en la vía. El primer contacto con los emigrantes ilegales -de Honduras, de Guatemala, del Salvador, sobre todo-, y con la brutal Migra, la policía de emigración. El paso final de los mojados a la ciudad tejana de Laredo, con su friso de limpios edificios, iglesias protestantes y Primer Mundo sírvase usted mismo, al otro lado del río.
Recuerdo el tren mixto de Guayaquil a Alausí, descarrilando en los pantanos bajo el tremendo calor y elevándose después hacia el frío de los abismos de la Nariz del Diablo, que de verdad parece que el diablo asome el morro para ver si te despeñas. Y el Tren de los Valientes, primer muestrario de lo que es la lucha por la vida en el ferrocarril.
Y que, ocurriera lo que ocurriera, mientras permanecías en el tren, el día te entregaba invariablemente dos magníficas ofrendas: un amanecer y un atardecer que te cortaban el aliento. Podías sentir hambre, calambres en las piernas, se te podían desmenuzar las vértebras y hasta podías sentir el clamor de tus riñones, mientras aguantabas heroicamente el pipí para no hundirte en la mierda hasta las rodillas en el urinario de turno. Pero allí estaba el disco solar forcejeando con la noche para parir la aurora y vestirla como si fuera al Carnaval de Río. Y allí estaban los cientos de matices con que se despedía finalmente, demostrando lo sensatos que los precolombinos fueron al adorarle.
Y rostros, nombres, fatiga, frío, mosquitos. Una pintada, trazada por un poeta anónimo en la pared de un suburbio de Quito: "La noche avanza, pero los sueños no". Otra, en un muro de la catedral de la misma ciudad: "Vine a comulgar porque tenía hambre". Y la pregunta que me hizo un muchacho ecuatoriano a quien el reventón de una tubería en su lugar de trabajo le había señalado la cara para siempre: "En España, mañana, ¿sale tren?".
Pero regreso al primer cuaderno y leo la experiencia del viaje inicial, en el Ferrocarril del Sur, de Puerto Montt a Temuco, en Chile: "A través de la ventanilla contemplo el reflejo de los volcanes sobre la superficie del Llanquihue. Los nativos de la cercana isla de Chiloé cuentan que el lago se formó con las lágrimas derramadas por el novio de Licarayen, la princesa más bonita del lugar, cuyo corazón fue enterrado por un cóndor en las profundidades del volcán Osorno, para apaciguar al dios furioso que moraba en su interior. Ahora mismo, el tren serpentea sobre la cuenca que separa el lago de la bahía de Reloncavio. Brillan las cumbres, pulidas por el primer sol de la mañana. Dejamos atrás Puerto Montt y su falso cerro. Desastre ecológico".
Parada en la pequeña estación de Puerto Montt- por lo demás, un edificio sin historia, a diferencia de otras en donde se palpaba la importancia del pasado-, después de informarme sobre los horarios de trenes, eché una ojeada alrededor. Panorama idílico. El golfo de Ancud recogía el Pacífico como en un tazón de escamas, y a la vera del paseo se alineaban bustos de proceres: durante mi viaje me acostumbré a encontrarlos en cada ciudad, en sus diferentes versiones. Los interhéroes, tipo San Martín, Bolívar u O'Higgins, a caballo o fundidos en hipotéticos abrazos, llenan las plazas y principales avenidas, junto a los libertadores locales, condenados ya todos a la mudez de la piedra. Delante de mí, en el puerto, un cerro color tostado humeaba. "¿Y eso?", le pregunté a Juan Mancilla, que me había estado acompañando en su coche. Se encogió de hombros: "Astillas para los japoneses".
Después de cerciorarme de que el Ferrocarril del Sur (podía comprar el billete antes de salir, el asiento de salón, una especie de primera, costaba 920 pesetas) no partía hasta veinticuatro horas más tarde, decidí visitar a un contacto que tenía en Puerto Chico, a pocos kilómetros al norte de Puerto Montt. Héctor me recibió en su casa de madera, cerca del océano -chirriaban las gaviotas, como fondo de la conversación-, me ofreció una copa de un licor muy dulce y empezó a contarme leyendas indígenas profundamente vinculadas al respeto por el medio ambiente. Luego me detalló los diferentes tipos de maderos que formaban parte de su hogar, deleitándose con los nombres y las descripciones: "Las bases son de pellín, que también se usa para las durmientes de los trenes, porque es eterno. Los suelos los construimos con mañío, que es un árbol muy primitivo, que tiene sexo: se le distingue por las hojitas. Las tejas son de alerce, formando tres capas. Todos estos árboles se los están llevando los japoneses, para hacer conglomerado, perfumes, jabones, alcohol... Se llevan hasta el canelo, que es el árbol sagrado de los mapuches. El cóndor depositó una rama de canelo junto con el corazón de la princesa Licarayen en el interior del Osorno. Es un árbol de madera picante, que ahuyenta a los insectos. Los japoneses lo convierten en bolitas para preservar la ropa en los armarios. Y no plantan nada en su lugar".
Dejó la copa encima de la mesa y se acercó a la chimenea, removiendo los troncos con el atizador. "Lo único que no nos arrebatan es el urmo" dijo, palmeando amistosamente un tronco que bufaba entre chispazos?, que nosotros utilizamos para quemar, porque tarda mucho en extinguirse, va soltando brasas y siempre queda algo. Incluso cuando le arde el cuero, todavía tiene para horas. Es tan duro que ni siquiera los japoneses lo pueden trocear.
Pueden arrancar hasta arbolillos de diez centímetros de diámetro, y eso quiere decir que no sólo están desarticulando un delicado entramado de especies arbóreas que se intermantienen- nada que ver con el eucalipto, ese árbol egoísta y depredador-, sino que están asesinando el futuro. Los contratos se firman cada diez años, y el último todavía tiene fecha de la dictadura: habrá que ver qué hace el Gobierno democrático, aunque resulta poco plausible que se deshaga de unos inversores foráneos que dan puestos de trabajo, aunque sea al sueldo mínimo de dieciocho mil pesetas al mes.
El sur de Chile sufre también la contaminación marítima de las salmoneras: el océano, tan plácido y luminoso ese día, encierra oleadas de veneno producidas por los alimentos disecados que se vierten, y por las defecaciones de los salmones. Cuyo precio, dicho sea de paso, ha disminuido en el mercado internacional.
"Y esta región no es de las más pobres. Aquí se vive con poco, pero dignamente, y en medio de lo hermoso", comentó Juan Mancilla cuando volvíamos a Puerto Montt en su coche. Más arriba, más pobreza. De Temuco en adelante, se multiplican las casitas de cartón.
Al día siguiente tomé mi primer tren. La estación estaba casi desierta, el cerro humeaba enfrente, un barco japonés estaba cargando, pero no se notaba que el enorme montón hubiera disminuido. Los proceres, taciturnos, aguantaban el ventarrón en el paseo. Los cuatro volcanes -Calbuco, Osorno, Tronador, Puntiagudo-, coqueteaban con las nubes. El Ferrocarril del Sur me pareció antiguo y desvencijado, pero en aquel momento no sabía que, más adelante, iba a añorar la comodidad de sus asientos de cuero, pese a los muelles que asomaban por alguna repentina cicatriz, y que el baño iba a resultar, hasta que alcanzara el lujo de El Jarocho -dos meses más tarde, en el trayecto de Veracruz a Ciudad de México- el más limpio y acogedor.
Lancé una última ojeada al paisaje, tan escandinavo -por definirlo de alguna manera-, aunque infinito, y pensé que no era extraño que los alemanes se encontraran a gusto allí. De hecho, el presidente Pérez Rosales lo repobló el siglo pasado llamando a alemanes protestantes que acababan de perder una revolución, "para que hicieran de esto un lugar civilizado". La jerarquía católica, que era muy carca, se opuso, y no cejó hasta que vinieron también alemanes católicos. Las dos comunidades siguen manteniendo hoy su rivalidad, sus propias escuelas, hospitales e iglesias, y los nombres de las calles protestantes son de héroes, mientras que los católicos las han bautizado con el santoral completo. Ahora mismo, el tren pasaba por un puente que divide los dos poblados.
El vagón salón -las denominaciones poseen esa adorable cursilería chilena, que se manifiesta también llamando al papel higiénico confort- estaba casi vacío, a excepción de una señora que hacía calceta y un caballero que leía el periódico del mismo día. Insisto en este último detalle porque, en los trenes cuyo recorrido dura cuarenta y ocho horas, o más, los pasajeros siempre leen el periódico de ayer, como en un vuelo transoceánico, y uno acaba por perder la noción del tiempo. Bueno, estos dos viajeros parecían carecer de historia y se deslizaban entre bostezos hacia Santiago de Chile. En los vagones económicos -en total, el convoy se componía de siete coches de pasajeros, dos de carga y un vagón comedor- viajaba un grupo de muchachos que se dirigía a su trabajo habitual en una maderera del camino. Ni siquiera ellos armaban barullo: los chilenos son los americanos más silenciosos que conozco. Junto con los paraguayos, posiblemente: a ambos les horroriza llamar la atención.
Regresé a mi asiento después de inspeccionar el ferrocarril, saltando de vagón en vagón, tratando de no caerme a la vía ni de enredarme con los fuelles de las junturas, hechos jirones. La mayor parte de las ventanas tenía los cristales rotos, enmendados con papel aislante o directamente ausentes. Me abrigué y traté de dormir, para recuperarme del (creía) tremendo madrugón. En el futuro me esperaban unos cuantos trenes con horario de salida a las cuatro de la madrugada.
"No estamos en temporada, por eso viaja poca gente" me dijo poco después el jefe de tren, que se había acercado, curioso.
Se llamaba Jorge Díaz y era un hombre de cuarenta y tantos, de rostro curtido aunque sensible y modales correctos como sólo los chilenos saben tener. Sus ojos se animaron cuando le conté que estaba preparando un reportaje sobre América Latina vista desde el ferrocarril. Su ayudante, Segundo Montes, gordito y con mirada de castor, se nos unió en seguida, y entre los dos empezaron a contarme la historia de los trenes de su país, tan castigados en tiempos de Pinochet: "Aunque Patricio Aylwin, el presidente de ahora, ha vivido siempre cerca de la estación, y siente especial afecto por los ferrocarriles. Yo creo que va a hacer algo por nosotros. Pinochet autorizó la venta de las vías de Copiapó a Caldera, y tuvo que revocar su orden, porque el pueblo se levantó", sonrió Díaz, que añadió: "Ésa fue la primera línea férrea que se construyó en Chile, tenía 81 kilómetros. La hizo un gringo, Guillermo Wheelwright. Y luego, el 30 de marzo de 1856, fue autorizado el ferrocarril de Santiago al Sur. A Temuco llegó en junio de 1895. Y en 1913, a Puerto Montt". Esta gente recuerda los hitos del tren como si se tratara del día de su boda.
A la hora del almuerzo, nos reunimos en el vagón comedor, que todavía conservaba un toque de distinción muy añejo y una funcionalidad considerable. "Tiene más de 50 años, pero como es de fabricación alemana...", aclaró Jorge Díaz, que después de comer se puso a repasar partes, y después a jugar a las cartas con sus colegas. Luego charlamos, y me preguntó por la muerte del futbolista Juanito, añadiendo: "Yo soy colocolino (por el club chileno Colo-Colo) de corazón, aquí tiene mi carné". Sacó la cartera y allí estaba la tarjeta de socio, junto al documento de identidad y la fotografía de sus hijos. Le pregunté si el tren le había dado buenos momentos: "Los mejores han sido cuando han viajado en el tren personas importantes. Senadores de la República, diputados, artistas, deportistas. Sabe usted, aquí uno no se mueve, pero la vida sube y baja del tren". ¿Y recuerdos tristes? Cabeceó: "Los atropellos, que por desgracia son muy numerosos, de animales y personas. Y tener que hacer bajar a familias enteras porque carecen de billete. Se me pone un nudo aquí, porque lo hacen por necesidad. Pero el reglamento es así, y hay que respetarlo".
Casi sin darnos cuenta, hablando, habíamos abandonado la Región de los Lagos, para adentrarnos en la Araucanía. Ascendíamos en altura y bajábamos en temperatura. La niebla empañaba los cristales todavía enteros. A retazos, cuando un desgarrón producido por el sol lo permitía, veíamos vacas soñolientas, mujeres que trabajaban la tierra, encorvadas, que giraban la cabeza para contemplar el paso del tren, abrigadas con todo tipo de prendas invernales, una encima de otra. Y árboles frutales: duraznos, damascos, manzanas, peras, como gemas opacas incrustadas en el elegante fondo verde de terciopelo.
En una estación cuyo nombre no recuerdo e incomprensiblemente no anoté en el cuaderno, grupos de mujeres se precipitaron en el andén hacia las ventanillas, ofreciéndonos ramilletes de flores rojas como la sangre fresca. "Son copihues, la flor nacional de Chile", dijo el jefe de tren. "Está prohibido cortarlas, pero qué van a hacer, si la gente es tan pobre".
Me habían dicho que pronto empezarían a aparecer las araucarias, que se dan en climas de altura, y yo escudriñaba ansiosa, limpiando los cristales con el puño de mi jersey, pero no vi ninguna, seguramente de lo nerviosa que estaba ante el nuevo cambio que se iba a introducir en el viaje.
"¿Temuco?" trató de desanimarme, sin embargo, el jefe de tren?. Es una ciudad sin nada particular.
Pero yo llevaba en la memoria algunas frases de Pablo Neruda relativas a la ciudad adonde le llevaron siendo un bebé, después de que su madre muriera en el posparto, y en la que creció: "Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de llover que se ejercía en mi Araucanía natal". No llovía en Temuco cuando bajé del tren, a pesar del cielo encapotado, y, sin embargo, era tal y como el poeta la definió en otra frase: "Una ciudad pionera, sin pasado pero con ferreterías". Todavía hoy conserva Te- muco ese trazado de calles rectas sin concesiones a la belleza, con la prioridad de los talleres y comercios y un tráfico de gente atareada. Tiene cosas peores: el jefe de las fuerzas militares, que fungió en las elecciones como jefe de plaza -vigilante del orden público- es el comandante Rastrof Marchenko, uno de los más destacados torturadores que tuvo la dictadura.
Esta ciudad sin pasado lo es hasta tal punto que buscar la huella de Neruda se convirtió en una tarea épica. Más de una puerta se me cerró con un "No sabemos nada de ese hombre" pronunciada por el típico fascista de bigotito fino, y los más ancianos, a los que acudí para que rescataran de su memoria los restos del ayer, no acabaron de ponerse de acuerdo acerca del emplazamiento de la casa en donde el autor del Canto general había transcurrido su infancia. Al fin, quiso la suerte que el taxista a quien abordé para un último intento desesperado y a ciegas tuviera a gala haber sido amigo de Raúl Reyes, ya fallecido, sobrino- nieto del poeta, y en su Chevrolet chirriante y lleno de estampas sagradas me condujo a casa de Lidia, la viuda, en cuya cotidianeidad irrumpimos para toparnos con Pablito, un pequeño sobrino-biznieto que tenía, tiene, la mirada y los rasgos finos de quien en la partida de nacimiento se llamó Neftalí Reyes.
En el comedor familiar, la señora Lidia fue sacando las fotos amarillentas de su antepasado poeta, y también de su padre, el ferroviario José del Carmen Reyes. Hablaba con emoción de Neruda, y transmitía al hombre más que al artista: "Aquí está el tío cuando volvió de que le dieran el Nobel", "éste es el tío, recién nombrado embajador de la India". Pero Neruda no tiene monumento en Temuco "tan sólo le han dado su nombre a un liceo", y en las escasas librerías apenas pude encontrar un par de ejemplares -la dependienta se tomó su tiempo para localizarlos- del Canto general, con las hojas abarquilladas y cubiertas por una película arenosa. El 11 de septiembre de 1973 fue duro para Lidia y su familia: Pinochet había tomado el palacio de la Moneda y en Temuco se afilaron los cuchillos. "Entraron arrasando, creyendo que aquí yo guardaba quién sabe qué. Y le dije al teniente, ¿es que no tiene usted en su casa recuerdos de familia?". Neruda moriría en Santiago de Chile, el 23 de aquel aciago mes, sin haber regresado a Temuco, la ciudad en donde siempre llovió durante su infancia.
Por fin rompió a llover, con un agua fina como llanto, cuando ya dejaba Temuco. Poco antes de meterme en el autobús en el que atravesaría los Andes -en ese punto no hay ferrocarril-, vi las primeras araucarias, en la plaza. Son árboles robustos, como pinos encrespados, de hojas gruesas y ramas enhiestas como la cornamenta de alce. Se dan en los climas gélidos, en las inmensas soledades. Son árboles que resisten el frío y la nostalgia.
En mi cuaderno, el paso de los Andes se reduce a estas notas: "Bosques de araucarias. Nieve. Un muchacho chileno, que trabaja en Río, hace fotos sin parar para regalárselas a su novia brasileña, que nunca ha visto la nieve. El oficial de la aduana argentina: insolente, abusón, militar. Más araucarias".
Una vez más, el recuerdo supera lo escrito. ¿Cómo contar el paso de los Andes? Hasta entonces sólo los había atravesado en avión, y siempre las historias que llevaba o traía de Chile superaban la impresión que me producían los macizos montañosos vistos desde arriba. Eran aviones aquéllos en los que, a menudo, podías encontrarte con chilenos que lloraban porque se iban para siempre, o porque viajaban con permiso para visitar a parientes exiliados que se estaban muriendo. Siempre asocié la cordillera a la separación, a la pérdida. Y ahora que la atravesaba en algo tan vulnerable como un autobús lleno de gente somnolienta me sorprendía su dimensión humana, la forma en que los picos nevados jugaban al escondite con nosotros, la habilidad con que se presentaban a lo largo del camino, como en una escalada de impresiones.
A menudo el camino adquiría la dureza y la brillantez del cuarzo, y, en las orillas, se encrespaban matas de quetal, asomando sus verdes y malvas bajo la escarcha. Aquí los robles también se concentraban, impedidos de crecer por las heladas, erizados de desnuda belleza. Y los espinos tenían la elegancia de un dibujo abstracto.
Leo en mi cuaderno: "Le pregunto a mi vecina de asiento dónde estamos. Me mira con asombro: '¡En la Patagonia argentina, mujer!". Es cierto, pero lo que la gente entiende por Patagonia, ese concepto de tierra desolada e infinita, empieza más al Sur". Habíamos llegado a la provincia de Neuquén, con sus muchos ríos, sus tres valles cargados de frutales, su riqueza mineral e hídrica, su rebeldía ante el poder central. Una vez más cambiaba el paisaje de América, cambiaba el tono de su historia.
El Estrella del Valle, con destino a Bahía Blanca, me esperaba en la estación de Neuquén.
Babelia
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