"Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando"
Relato del encuentro con el músico cubano Eliades Ochoa, que este miércoles ha charlado con los lectores de EL PAÍS
Eliades Ochoa es una voz; es decir, una persona, alguien que ha desarrollado su historia a partir de la voz. La voz se oye o no se oye; un día no muy lejano, escuché esa voz, en un coche, en un disco. Y esta misma mañana la escuché otra vez, pero en mis propios oídos, para mí solo, y eso tuvo una trascendencia enorme, sentimentalmente; una trascendencia personal, como la huella que dejan las bellas canciones que uno recuerda para siempre.
La cosa fue como sigue. Hace tres años tuve un accidente en la isla más solitaria de Canarias, la isla de Lobos; una piedra, que parecía un cristal, se incrustó en mi pie izquierdo mientras caminaba por una playa llena de arenas extrañas, y desde entonces pasé el verano convaleciente. Mi amigo Diego Talavera, periodista, me invitó a estar unos días con él, para aliviar el dolor de estar el verano quieto, y me atrajo a una playa de Gran Canaria. En su coche tiene toda la música cubana, y tenía un disco (inencontrable entre nosotros) de Eliades Ochoa, a quien yo no conocía. Como siempre hace, Diego me saludó con la música cubana, y en el track de su casete puso esa voz que hoy escuché otra vez, pero en mi propio oído, directamente.
En el disco, Eliades Ochoa cantaba canciones casuales, su repertorio; de pronto, de su voz surgió un viejo tango de Gardel, cantado a la manera de Ochoa; es decir, ya no era un tango, ni una canción, ni un bolero, era un chasquido de dedos inquietos hurgando en el alma de una memoria. Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando...
Ese verano, y el verano anterior, se me fueron muriendo amigos míos muy queridos, algunos de los que más he querido; y algunos enfermaron, se pusieron en la lista fatal de la desesperanza. Todos ellos estaban en mi memoria mientras escribía un libro, inmovilizado por la dolorosa presencia del pie roto, ante la inmensidad lujuriosa de un mar que ya no podía tocar. Entonces escuché a Eliades Ochoa, oí ese disco, y lo oímos mil veces. Y entró en el libro, cómo no iba a entrar; fue el leitmotiv, por decirlo con ese término que parece de crítico literario, de la memoria que andaba escribiendo.
Esta mañana vi, entre los anuncios de elpais.com, que estaba Eliades Ochoa en el periódico; me puse mi chaqueta, agarré ese libro, cuyo título omito solo para que no sea muy descarada esta promoción subliminal que acometo, y bajé a verlo, a admirarlo, a darle las gracias por la canción. Gracias por el fuego, maestro, como se lo hubiera dicho a Raimon, a Serrat, a Benedetti, a tantos cantantes o poetas que han hecho de nuestra ensoñación la realidad de sus canciones o de sus versos...
Ahí le vi, en la Redacción, sentado, respondiendo preguntas de sus lectores. Y cuando ya estuvo libre de ese interrogatorio digital me acerqué a él, le conté mi historia... Y entonces él me contó las veces que esa casualidad de su inspiración poética (esa canción que él convirtió en un recitado radical, inolvidable) había sacado chispas de su propia experiencia: cuántas personas de su familia soportaron su propio dolor ("sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando...") gracias a esos versos que cantó Gardel y que escribió Le Pera....
Es un trozo de autobiografía, me dijo, para él también; las canciones tienen eso. Te hablan al oído. Pero te hablan al oído para siempre, y tú no olvidas la gratitud que le debes al que te lo cantó. Aunque tú jamás lo veas, lo saludes, lo sientas entre los tuyos. A mi, esta vez, la casualidad digital me cruzó con Eliades Ochoa, y él no sabe, no puede saber, la emoción que me produjo tenerlo cerca. Escuchar cómo cantaba en mi propio oído, con su voz verdadera, aquella canción que tanto bien le hizo a mi melancolía.
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