Filósofo de Madrid, torero de Hamburgo
Emilio Lledó repasa su "autobiografía intelectual" en la Fundación Juan March
Una tarde de principios de los años cincuenta, en Heidelberg, el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer invitó a varios alumnos a su casa. El objetivo era estudiar con ellos en el llamado Círculo Aristotélico y, de paso, presentarles a su maestro. Entre aquellos alumnos estaba Emilio Lledó. El maestro era Martin Heidegger. A Lledó -que por entonces era, como casi todos sus condiscípulos, antiheideggeriano- le impresionó lo "poco alemán", por "bajito", que era el pensador: "Parecía todo menos el autor de Ser y tiempo". Eso sí, también le impresionó que se supiera de memoria a Aristóteles y a Kant.
Al final de la sesión, se marcharon a tomar cerveza a la orilla del Neckar y Lledó, pese a las bromas que solía gastar sobre la especulatiorrea de su ilustre acompañante, hizo todo lo posible por sentarse a lado de Heidegger. Cuando este detectó que aquel era extranjero le preguntó quién era. La respuesta fue: "Un filósofo de Madrid". Más de medio siglo después de aquel encuentro, Emilio Lledó recuerda todavía que, al escuchar sus propias palabras, le sonaron como si hubiera dicho: "Un torero de Hamburgo". Por eso recurrió a lo que él mismo llama su "pedigrí" de pensador español y añadió: "Como Ortega". Un punto a favor. Heidegger lo conocía y habló de él muy positivamente. En busca de más pedigrí, Lledó echó mano de un autor del que en Madrid se ponderaba su cercanía a Heidegger en el tiempo que pasó en Alemania: "Como Zubiri". Y Heidegger: "No lo conozco".
Emilio Lledó -sevillano, mejor, trianero de 83 años- recordó ayer aquella tarde en Heidelberg. Lo hizo durante una conversación con Manuel Cruz dentro del ciclo de la Fundación Juan March de Madrid Autobiografía intelectual, una serie por la que han pasado ya figuras como Ana María Matute, Luis de Pablo o Agustín García Calvo. "¿Qué es un sabio? Alguien que no solo piensa lo que pasa, sino, sobre todo, lo piensa bien, alguien que nunca olvida que caducan antes las malas respuestas que las buenas preguntas". Con estas palabras presentó Manuel Cruz a Emilio Lledó para abrir una charla que hizo buena otra de sus definiciones de sabio: "Alguien que se entusiasma con el pensamiento y que, precisamente por ello, hacer pensar a quienes le escuchan".
Quienes escucharon ayer al pensador entusiasta fueron todos los que abarrotaron un salón de actos en el que él fue detectando a varios de sus discípulos y a alguno de sus maestros. Entre estos últimos estaba Francisco Rodríguez Adrados, cuya presencia le sirvió a su antiguo alumno para recordar los años en los que los estudios de Filología Clásica le proporcionaron el oxígeno que le permitió soportar el olor a cerrado de la facultad de Filosofía durante la posguerra. Cuando el olor se hizo insoportable, y una vez licenciado, Lledó se marchó a Heidelberg.
La sabiduría llega en autobús
Antes de recordar el magisterio de Rodríguez Adrados, hoy compañero suyo en la Real Academia Española, el autor de El silencio de la escritura, Premio Nacional de Ensayo en 1992, recordó a otro Francisco, don Francisco, el maestro de su escuela en Vicálvaro. Su padre, militar, había sido trasladado a ese pueblo que ha terminando siendo, "merced a la zarpa de las inmobiliarias", un barrio de Madrid. Allí llegaba cada mañana, en uno de los autobuses de la compañía Dones, aquel inolvidable don Francisco, formado en los principios de la Institución Libre de Enseñanza. Los chavales iban a esperarle a la plaza y caminaban de su mano a la escuela. Lledó recuerda todavía la voz de su maestro cuando, al terminar de leer dos páginas del Quijote, decía: "Sugerencias de la lectura". En esas cuatro palabras de su infancia simbolizó el filósofo los más altos principios educativos: "Dejarse sugerir por algo. El aprendizaje de la libertad".
Como "niño de la guerra", Lledó lamentó que la contienda de 1936 se llevara por delante aquel espíritu. De ahí que, con el tiempo, los estímulos tuviera que buscarlos fuera del "asignaturismo" que regía las clases. Y ahí, en las afueras del sistema académico, estaba el Aula Nueva en la que brillaban las clases de un joven profesor llamado Julián Marías que, también él, un día quiso presentarle a su maestro: José Ortega y Gasset. Ortega fumaba mucho -"no sé si esto se puede decir ahora"- y ofreció tabaco. Lledó rehusó la oferta. En Alemania, para ahorrar, se había acostumbrado a fumar en pipa. Vino entonces la apostilla de Ortega: "Usted, Lledó, no fuma por razones económicas sino por razones líricas".
Geografía vital
Si la geografía vital de Emilio Lledó tuvo primero en Heidelberg y luego -"ya sesentón"- en Berlín, sus estaciones alemanas, las estaciones españolas se llaman Valladolid, La Laguna, Barcelona y Madrid. Esas son, con el pueblo sevillano de su abuela paterna, las patrias de un hombre que no se siente apátrida sino multipátrido -"no sé si esa palabra la permite la RAE"- y que, porque "no podía resistirlo más", se marchó de España sin pensar si lo que iba a estudiar le serviría para ganarse la vida: "Pensarlo es la forma más terrible perderla". Por eso Lledó dice que le subleva el utilitarismo de la enseñanza actual: "Dejemos que a los 20 años los estudiantes se emocionen con la filosofía o con la química orgánica. Ya se ganará la vida". A él, dijo, aquella mínima inconsciencia le dio buenos frutos: "Menos en un momento feroz de mi vida, he sido un hombre afortunado".
Para ganarse la vida sin perderla, Emilio Lledó fue saltando de universidad en universidad y de oposición en oposición: "Si echo cuentas compruebo que hice seis con seis ejercicios cada una: ¡36!". Y a partir de programas que iban casi de Tales de Mileto a Michel Foucault. Contraste crudo con el sistema alemán de semestres monográficos: "Cuando se lo conté a Gadamer me dijo: "A mí me habrían suspendido".
El autor de El surco del tiempo dijo ayer que "somos memoria" y que a las cicatrices de la carne -añadió mirándose una cicatriz en la mano derecha- se suman las cicatrices mentales: "Por eso es importante que durante la educación no nos metan en la cabeza frases hechas". También dijo que a la memoria va pegado el olvido como los temas pensados se pegan los temas por pensar. De estos quiso hablar Manuel Cruz con su maestro al final de una conversación que duró media hora más de lo previsto sin que en la sala se oyera una mosca. Cuando Cruz le preguntó por qué había escrito más sobre la amistad que sobre el amor, Emilio Lledó titubeó por primera vez en hora y media y dijo: "Yo he vivido el amor y es difícil..." Luego añadió: "Los dos grandes ámbitos que hacen humanos a los seres humanos son el lenguaje y el amor. Al contrario que el primero, el segundo no tiene código. La política y al justicia son precisamente la lucha por ese código que la sensibilidad no tiene".
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