Claridad
Un cuarto de siglo sin aparecer por la cartelera liceísta es mucho, pero es que montar un Caballero de la rosa cuesta un ojo de la cara: efectivos orquestales por encima del centenar, una veintena buena de solistas, coro adulto, pequeño coro infantil, grandes escenas colectivas... un despilfarro, vamos, como despilfarradora fue la sociedad vienesa del rococó que Richard Strauss y Hugo von Hoffmansthal retratan en esta ópera, bella donde las haya. En las funciones de hace 25 años encarnó el papel principal de La Mariscala ?un homenaje entrañable a la condesa mozartiana de Las bodas de Fígaro? nada menos que Montserrat Caballé. Voces como esa no se escucharon la otra noche, no vayamos a llevarnos a engaño. Se escucharon voces muy correctas y hasta buenas, pero, por encima de todo lo demás, se escuchó una música impecablemente dirigida por Michael Boder, titular de la orquesta. Entiéndase: no es que Boder lograra evitar algún devaneo fuera de lugar y tiempo de la trompa, pongamos por caso, pero, en conjunto, logró imponer una versión transparente, clara en la exposición de los motivos, sin por ello perder el gusto de los matices tímbricos de la partitura, de clara filiación vanguardista. Esta "comedia para la música" así la bautizaron sus autores vive instalada en la contradicción, puramente centroeuropea, entre la añoranza de un mundo de ayer estable, jerarquizado a partir de la melodía, y una contemporaneidad ?la de 1911, cuando la ópera se estrenó en Dresde? marcada ya para siempre por Wagner y sucesores que relegaron esa melodía a una opción más, sin otro rango. El equilibrio entre estos dos polos es complejo: dicen que el propio Strauss, cuando dirigía su obra, la encontraba demasiado larga y liada. Fue la que más éxito le reportó.
EL CABALLERO DE LA ROSA
De Richard Strauss sobre un libreto de Hugo von Hoffmansthal.
Intérpretes principales: M. Serafin, P. Rose, S. Koch, O. Sala, A. Mace, F. Vas, A. Guerzoni.
Dirección musical: M. Broder. Dirección escénica: U. E. Laufenberg.
Producción: Ópera de Dresde. Orquesta y coro del Gran Teatro del Liceo. Barcelona, Liceo, 10 de mayo.
La claridad expositiva de Boder se vio correspondida por la claridad de Uwe Eric Laufenberg en la dirección de escena. El planteamiento es realista, con un desplazamiento cronológico del siglo XVIII a la década de 1950 que acarrea los consabidos fallos de raccord con el libreto, pero que también ofrece importantes ventajas, como la de permitir la aparición de unos paparazzi retratando a esa sociedad relajada que da mucho juego. Las sociedades preocupadas por la foto son cíclicas: lo fue la de Mozart y lo fue la de Strauss y Hoffmansthal antes de la I Guerra Mundial, como lo sería luego la de Fellini en La dolce vita. El diseño de los cuadros traza perfectamente la melancólica degradación moral. Añádase una cuidadísima dirección de actores y se obtendrá un triunfo como pocas veces ha obtenido una escenografía en el Liceo. Merecido triunfo.
En cuanto a las voces, ¿debería ponerse uno también melancólico por los años que no han de volver? Para nada. Los dos extremos son francamente buenos: La Mariscala segura, elegante y serena, de Martina Serafin y el ridículo barón de Ochs von Lerchenau ?papel de altas prestaciones, que deja exhausto al intérprete? del dramáticamente vigoroso Peter Rose. Las voces intermedias fueron tal vez más mozartianas que straussianas: más Cherubino que Octavian, Sophie Koch; más Susanna que Sophie, Ofelia Sala. Pero la calidad del conjunto las llevó en volandas. Extraordinaria la mascarada del tercer acto, con un Hitler cabezudo dando tumbos por el escenario. La princesa crepuscular que deja a su joven amante en brazos de la mujer adecuada, lo canta alto y claro: "Esto es una máscara vienesa, ¡nada más!". Y nada menos.
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