¿Estrellas Michelin? ¡Basta!
Varios cocineros franceses renuncian a figurar en la famosa guía gastronómica por la presión que esto significa
Hace seis años, Bernard Loiseau, uno de los mejores y más celebrados cocineros franceses, se suicidaba de un tiro de su escopeta de caza en su casa de Saulieu (Côte-d'Or). Tenía 52 años, tres hijos, un imperio gastronómico creado desde la nada y una mujer que lo adoraba y que le descubrió en la cama con la cabeza destrozada del disparo. Unos días antes, el cocinero, con tres estrellas de la guía Michelin, había bajado en la exclusiva guía culinaria de GaultMillau: de un 19 sobre 20 que ostentaba, había descendido a un 17 sobre 20. Se especulaba además con la posibilidad de que perdiera una de las tres estrellas del restaurante. Algunos achacaron su muerte al declive profesional de un hombre obsesionado con su trabajo que se veía condenado a perder categoría. Otros, a las deudas. Un cocinero amigo de Loiseau confesó entonces: "Él decía que si perdía una estrella, se suicidaría. Era un tipo sensible. A ellos les gusta jugar con nosotros, nos suben y luego nos bajan. Creo que eso es lo que le destrozó".
Tras alcanzar el Olimpo culinario, Veyrat cierra por sorpresa su restaurante y deja la primera línea
Roellinger, un cocinero culto y refinado, renunció a las estrellas hace meses para abrir un local más modesto
La misma edición de ese año de la guía, que hacía retroceder dos puntos funestos a Loiseau, encumbraba a otro cocinero que alcanzaba la hasta entonces jamás obtenida puntuación de 20 sobre 20. Se llama Marc Veyrat: original y polémico, se encontraba entonces en la cumbre de su carrera. Hace una semana, días antes de que la guía Michelin anunciara la veintena escasa de restaurantes franceses con tres estrellas, Veyrat anunció que renunciaba a ellas, que cerraba su emblemático restaurante por motivos de salud y que se retiraba para siempre de la primera trinchera culinaria. La guía Michelin, sin tiempo para rectificar, salió el lunes con el nombre del restaurante, L'Auberge de l'Eridan, situado al borde del lago Annecy, en los Alpes franceses, a un paso de la frontera suiza.
Algunos expertos manifiestan que además de los problemas de salud, la decisión de Veyrat esconde también el deseo de sacudirse la presión de mantener las gloriosas tres estrellas. El galardón equivale a ingresar en el Olimpo culinario. Pero mantenerse en él es más difícil que llegar. Hay que pagar un precio que exige un servicio impecable, un nivel exquisito de cocina; y esto se traduce, además de en una inversión continuada, en una exigencia que no todo el mundo está dispuesto a soportar. De ahí que haya quien prefiera quitarse él mismo las estrellas antes que luchar por mantenerlas o desesperarse viendo cómo se las arrebata otro por no dar la talla.
Y esto ocurre después de otro inmenso cocinero francés, Olivier Roellinger, culto, refinado, aficionado al mar y a las historias de marinos, renunciara también a las estrellas en el otoño pasado, sin renunciar a la cocina. "Después de veintiséis años de felicidad pasados delante de los fogones, encuentro cada día una dificultad mayor en asumir mi deber", aseguró a Le Figaro. Después añadió que abrirá otro restaurante más modesto que el que él mismo ha levantado y que se ha vuelto contra él.
Veyrat tampoco es un cocinero cualquiera. Ni siquiera un cocinero con tres estrellas Michelin cualquiera. Famoso por su eterno aspecto de campesino saboyano, con su típico gorro negro de alas anchas y sus gafas redondas, autodidacta, simpático y amigo de los medios de comunicación, es desde hace años una celebridad. Su cocina, aunque incorpora las más modernas técnicas de Ferran Adrià, es heredera de sus raíces saboyanas y campesinas. Demonizó la mantequilla, la grasa y el aceite. Por el contrario, cada mañana "temprano, cuando sube la savia", según explicaba, salía al monte cercano a recoger hierbas y plantas aromáticas, hasta el punto de convertirlas en un emblema de su cocina.
Él mismo confesó que mientras sus hermanos estudiaban, él se volvía una especie de inútil pueblerino. Su padre, harto de él, lo envió a una escuela de hostelería. Se inscribió en septiembre. Le echaron en febrero. Con todo, ya había decidido ser cocinero. Antes trabajó de muchas cosas. A los 27 años abrió su primer restaurante. A los 37 ganó su primera estrella. A los 42, la segunda. A los 45, la tercera. Diez años después, coincidiendo con el suicidio de Loiseau, se convertía en el cocinero perfecto al lograr el 20 sobre 20 citado. Construyó un segundo restaurante también en Saboya que era una réplica exacta y algo obsesiva de la granja en la que él creció. Su fama aumentó. También sus enemigos. Hay críticos que le tachan de "falso campesino" y, sobre todo, de saber copiar muy hábilmente a los demás.
Hace dos años un accidente de esquí le destrozó el cuerpo y la vida. Al chocar contra su hija se fracturó los hombros, se hirió en las cervicales y se rompió la pierna izquierda en varios sitios. Vendió el segundo restaurante, volvió a la cocina en silla de ruedas. Hoy aún emplea muletas.
"Todavía no puedo andar bien. Estos últimos años he hecho lo máximo por servir a mis clientes. Pero he llegado al límite", asegura a Le Parisien. Tiene proyectos relacionados con la ecología y la cocina. Pero no volverá a luchar por la gloria de unas estrellas que exigen demasiado. "He tenido todos los títulos", dice. "No he conocido otra cosa que felicidad. Sé lo que debo a las guías y a los periodistas. No pongo en duda el sistema. Sólo me voy muy tranquilo diciendo hasta siempre a todo el mundo, aunque no adiós".
'¿Estrellas Michelin? ¡Basta!' es un reportaje del suplemento 'Domingo' del 8 de marzo de 2009
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.