'Que se levanten los muertos'
Una apasionante novela negra de la gran maestra del género en francés Fred Vargas - Un fragmento de una obra publicada en Punto de Lectura, todas las semanas en ELPAIS.com
- Pierre, hay algo que desentona en el jardín - dijo Sophia.
Abrió la ventana y examinó aquel trozo de terreno del que conocía hasta la última hierba. Lo que vio hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.
Pierre siempre leía el periódico a la hora del desa- yuno. Seguramente por eso Sophia miraba tan a menudo por la ventana. Para ver el tiempo que hacía, cosa que uno suele hacer con bastante frecuencia cuando se levanta. Y cada vez que hacía malo, pensaba en Grecia, por supuesto. Aquellas contemplaciones inmóviles se llenaban a la larga de nostalgias que algunas mañanas se prolongaban hasta el resentimiento. Después se le pasaba. Sin embargo, esa mañana había algo que desentonaba en el jardín.
- Pierre, hay un árbol en el jardín.
Se sentó junto a él.
- Pierre, mírame.
Pierre levantó una cara cansada hacia su mujer. Sophia se ajustó el fular alrededor del cuello, un gesto que conservaba de su época de cantante. Para mantener la voz al calor. Veinte años antes, en una grada de piedra del teatro d’Orange, Pierre había levantado una montaña compacta de juramentos de amor y de certezas. Justo antes de una representación.
Sophia agarró con una mano aquella sombría cara de lector de periódico.
- ¿Qué te ocurre, Sophia?
- Te he dicho una cosa.
- ¿Sí?
- He dicho: «Hay un árbol en el jardín».
- Lo he oído. Parece algo normal, ¿no?
- Hay un árbol en el jardín, pero ayer no estaba.
- ¿Y qué? ¿Acaso pretendes que me preocupe?
Sophia no estaba tranquila. No sabía si era por culpa del periódico o de la mirada cansada o del árbol, pero estaba claro que algo no iba bien.
- Pierre, explícame qué hace un árbol para llegar completamente solo a un jardín.
Pierre se encogió de hombros. Le daba exactamente igual.
- ¿Y qué importa? Los árboles se reproducen. Una semilla, un brote, un vástago, y ya está. Después, en nuestros climas, se convierten en grandes bosques. Supongo que esto ya lo sabes.
- No es un brote. ¡Es un árbol! Un árbol joven, erguido, con ramas y todo, perfectamente plantado solo a un metro de la pared del fondo. ¿Y ahora qué?
- Habrá sido el jardinero el que lo ha plantado.
- El jardinero se ha ido diez días de vacaciones y yo no le pedí que lo hiciera. No ha sido el jardinero.
- Me da igual. No esperarás que me preocupe por un arbolito plantado junto a la pared del fondo, ¿verdad?
- ¿No quieres al menos levantarte y mirarlo? Al menos eso.
Pierre se levantó pesadamente. La lectura se había ido a la porra.
- ¿Lo ves?
- Claro que lo veo. Es un árbol.
- Ayer no estaba.
- Es posible.
- Es seguro. ¿Qué hacemos? ¿Se te ocurre algo?
- ¿Por qué se nos tiene que ocurrir algo?
- Ese árbol me da miedo.
Pierre se rió. Incluso hizo un gesto afectuoso, aunque fugaz.
- Es verdad, Pierre. Me da miedo.
- A mí no - dijo volviendo a sentarse?. La visita de ese árbol me resulta más bien graciosa. Lo dejamos en paz y ya está. Y tú, tú déjame en paz con él. Si alguien se ha equivocado de jardín, peor para él.
- Pero, Pierre, ¡lo han plantado durante la noche!
- Razón de más para que se hayan equivocado de jardín. O quizá se trata de un regalo. ¿Has pensado en esa posibilidad- Un admirador habrá querido obsequiarte discretamente por tu cincuenta cumpleaños. Los admiradores son capaces de cualquier ocurrencia estrafalaria, sobre todo los admiradores-ratones, anónimos y obstinados. Ve a ver, quizás hayan dejado una nota.
Sophia se quedó pensativa. Aquella idea no era ninguna tontería. Pierre había separado los admiradores en dos amplias categorías. Estaban los admiradores-ratones, temerosos, febriles, mudos y obstinados. Pierre había conocido un ratón que había transportado durante un invierno una bolsa entera de arroz a una bota de goma. Grano a grano. Los admiradores-ratones son así. Estaban también los admiradores-rinocerontes, especie igualmente temible, ruidosos, chillones, seguros de sí mismos. Dentro de esas dos categorías, Pierre había elaborado montones de subcategorías. Sophia ya no se acordaba bien. Pierre despreciaba a los admiradores que le habían precedido y a los que le habían sucedido, o sea, a todos. Sin embargo, respecto al árbol, quizá tuviera razón. Quizá. Oyó a Pierre que decía: «Adiós, hasta esta noche, no te preocupes», y se quedó sola.
Con el árbol.
Fue a verlo. Con recelo, como si fuera a explotar.
Claramente, no había ninguna nota. Al pie del joven árbol, se veía un círculo de tierra recién removida. ¿La especie del árbol? Sophia dio varias vueltas a su alrededor, frunciendo el ceño, hostil. Se inclinaba por un haya. También se inclinaba por desenterrarlo violentamente, pero como era un poco supersticiosa, no se atrevía a acabar con una vida, aunque fuera vegetal. En realidad, a poca gente le gusta arrancar un árbol que no le ha hecho nada.
Dedicó mucho tiempo a buscar un libro sobre el tema. Aparte de la ópera, los asnos y los mitos, Sophia no había tenido tiempo de estudiar en profundidad nada más. ¿Un haya? Era difícil afirmarlo sin las hojas. Pasó el dedo por el índice del libro para ver si algún árbol podía llamarse Sophia algo. Como un homenaje disimulado, muy en la línea torturada de un posible admirador-ratón. Sería tranquilizador. No, no había nada sobre Sophia. ¿Y por qué no una especie que se llamara Stelyos algo? En cambio eso no sería muy agradable. Stelyos no tenía nada de ratón ni de rinoceronte. Y, además, veneraba a los árboles. Después de la montaña de promesas de Pierre en las gradas del teatro d’Orange, Sophia había pensado cómo abandonar a Stelyos y cantó peor que de costumbre. Y, sin esperar, a ese griego loco no se le había ocurrido nada más malvado que ir a ahogarse. Lo habían sacado del agua jadeando, flotando en el Mediterráneo como un imbécil. De adolescentes, a Sophia y Stelyos les encantaba salir de Delfos para ir por los senderos con los asnos, las cabras y toda la parafernalia. A eso lo llamaban «imitar a los antiguos griegos». Y ese idiota había querido ahogarse. Afortunadamente la montaña de sentimientos de Pierre estaba allí. Hoy Sophia se dedicaba a buscar automáticamente posibles cabos sueltos. ¿Stelyos? ¿Una amenaza? ¿Stelyos haría eso? Sí, era capaz. Una vez fuera del Mediterráneo, había sentido como un latigazo y había gritado como un loco. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Sophia hizo un esfuerzo por levantarse, beber un vaso de agua y echar una ojeada por la ventana.
Inmediatamente, la vista la tranquilizó. ¿Qué se le había pasado por la cabeza? Aspiró profundamente una gran bocanada de aire. Aquella forma que tenía a veces de construir un mundo de terrores lógicos a partir de nada era agotadora. Casi seguro se trataba de un haya, un haya joven sin ningún significado. ¿Y por dónde había entrado aquella noche el plantador con la jodida haya? Sophia se vistió a toda velocidad, salió y examinó la cerradura de la verja. Nada fuera de lo normal. Sin embargo, era una cerradura tan sencilla que sin duda se podía abrir en un segundo con un destornillador sin dejar rastro.
Principios de primavera. Había humedad y cogería frío si se quedaba allí, desafiando al haya. ¿Era un haya lo que allí se hallaba? Sophia bloqueó sus pensamientos. Aborrecía que su alma griega se desbocara, sobre todo dos veces seguidas en una mañana. Estaba claro que Pierre jamás se interesaría por ese árbol. Y, además, ¿por qué habría de interesarse? ¿Era normal que su indiferencia llegara hasta ese punto?
Sophia no quiso quedarse sola todo el día con el árbol. Cogió el bolso y salió. En la callecita, un tipo joven, de unos treinta años o quizá alguno más, miraba a través de la verja de la casa vecina. Casa era mucho decir. Pierre siempre lo llamaba «el caserón desvencijado». Consideraba que, en esa calle privilegiada de viviendas bien conservadas, aquel enorme caserón dejado de la mano de Dios producía muy mal efecto. Sophia aún no se había planteado que quizá Pierre, con la edad, se estaba volviendo un cretino. Esa idea se infiltró en su pensamiento. El primer efecto nefasto del árbol, pensó con mala fe. Pierre incluso había mandado levantar un poco más la pared medianera para preservarse mejor del caserón desvencijado. Ahora sólo se podía ver desde las ventanas del segundo piso. El tipo joven, por el contrario, hizo un gesto de admiración ante aquella fachada de ventanas destrozadas. Era delgado, con el pelo y la ropa negros, una mano cubierta de gruesos anillos de plata, el rostro anguloso, y había encajado la frente entre dos barrotes de la verja roñosa.
Era exactamente el tipo de persona que no le habría gustado a Pierre. Pierre era un defensor de la moderación y de la sobriedad. Y aquel tipo joven era elegante, un poco austero y un poco deslumbrante. Unas bonitas manos agarradas a los barrotes. Examinándole, Sophia encontró cierto consuelo. Sin duda por eso le preguntó cuál podía ser, en su opinión, el nombre del árbol que estaba en su jardín. El tipo joven despegó la frente de la verja, que dejó un poco de herrumbre en sus cabellos negros y lacios. Debía de llevar un rato apoyado allí. Sin sorprenderse, sin preguntar nada, siguió a Sophia, quien le mostró el joven árbol, que se podía ver con todo detalle desde la calle.
- Es un haya, señora - dijo el tipo joven.
- ¿Está usted seguro? Perdóneme, pero es muy importante.
El tipo joven repitió su examen. Con sus ojos oscuros pero nada tristes.
- No hay la menor duda, señora.
- Se lo agradezco mucho. Es usted muy amable.
Ella le sonrió y se alejó. El tipo joven, entonces, se fue por su lado, empujando una piedrecita con la punta del pie.
Así que ella tenía razón. Era un haya. Precisamente un haya.
Qué asco.
Babelia
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