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Los muertos no se tocan, nene

'Los muertos no se tocan, nene', de Rafael Azcona, uno de los guionistas de cine más prestigiosos del mundo y un escritor de primera magnitud, es un despliegue de humor, lucidez, sonrisas inesperadas, guiños de cómplice e ingenio.

I

El óbito

Cardos y penas llevo por corona
,cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.
No podrá con la pena mi persona,
rodeada de penas y de cardos
; ¡cuánto penar para morirse uno!
Miguel Hernández

1

Don Fabián Bígaro Perlé estaba convencido de que morirse en primavera era un despropósito: el mundo ofrecía épocas más adecuadas para abandonarlo y sólo a un bohemio o a un anarquista se les podía ocurrir fallecer cuando todo en la tierra empezaba a renacer; de tan asociales sujetos cabía esperar cualquier cosa, incluso que arrastrados por su perversidad fallecieran en señalados días de fiesta, el colmo, pues los días de fiesta estaban en los calendarios para celebrarlos con la misa mayor, el concierto de la banda municipal, el arroz con pollo comido en familia y la corrida de toros, de haberla, y no para enlutarlos con un cadáver.

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¡Qué dislate, morirse cuando al otro lado de la ventana la primavera encendía en los hombres de bien el ansia de vivir! El ideal sería apagarse en otoño, y a ser posible el primero de noviembre; de morir en tan señalada fecha incluso un pelafustán puede esperar que en los aniversarios de su óbito el mundanal ruido se acalle un poco, y si el pelafustán es optimista hasta confiar en que alguien, aunque sea por error, deje unas flores y una oración sobre su tumba!

Eso es lo que pensaba el señor Bígaro Perlé. Sin embargo, y muy a su pesar, el caballero se estaba muriendo en pleno mes de abril: sus noventa y nueve años eran otras tantas razones para morir en primavera y hasta en Pascua de Resurrección. En realidad debía haberse muerto hacía ya mes y medio cuando don Fortunio, médico de cabecera de la familia, lo despachó lavándose las manos en una palangana: «Llamad al cura, que aquí la ciencia médica se confiesa impotente», sentenció aquella lumbrera; si don Fabián seguía respirando se debía no tanto al afán de llegar a centenario —bueno, sí, la proeza le tentó los primeros días de su agonía, pero ya había renunciado a tan estúpida vanidad— sino a su convicción de que una persona como él estaba obligada a despedirse de la vida con una frase imperecedera:

El campesinado, el peonaje, el servicio doméstico y el quídam en general se pueden morir sin decir nada o, en el mejor de los casos, soltando una jeremiada cualquiera con el último suspiro, «¡Ay, que me muero!», por ejemplo, pero un Jefe de Administración Municipal, Medalla al Mérito Agrícola, Hermano Mayor de la Cofradía del Santo Madero y Presidente de Honor del Club Taurino como yo, no debe abandonar el mundo así como así.

Cierto que la postración y la debilidad de su estado le impidieron pronunciar las dichosas últimas palabras en las contadas ocasiones en que tuvo a sus deudos al alcance de la voz, pero también era verdad que ellos no demostraban mayor interés en escucharlas, pues los descastados, apenas el R. P. Amelgo le administró los Santos Sacramentos, empezaron a espaciar y acortar sus visitas; aquella misma mañana iban a dar las once y el único ser vivo que había entrado en la alcoba era Abelarda, la criada, y sólo para pasarle el plumero a los muebles.

A don Fabián Bígaro Perlé le dolía horrores reconocer que los miembros de su familia se estaban portando como cocheros, pues para él la Familia —ciertas palabras las pronunciaba siempre con mayúsculas— era sagrada, y vituperarla aunque sólo fuera con el pensamiento se le antojaba tan criminal como renegar de la Religión o de la Patria e incluso de la Fiesta Nacional. Pero ¿qué otra cosa podía pensar, si aquellos desgraciados no tenían perdón de Dios? Mariano, su propio hijo, ya septuagenario, se acercaba a la cama oliendo a alfalfa seca, pues era almacenista de piensos y forrajes, lo miraba de hito en hito durante un par de minutos, y en sus ojos se podían leer perfectamente cosas como: «Desahuciado por la ciencia y a bien con Dios, ¿a qué viene esta resistencia a morir, papá?». Una delicada alusión si se comparaba con la desconsideración de Pablo, el marido de su nieta Luisa, un brigada de la Remonta todo tripa y mantecas, que habituado al trato con los semovientes le gruñía a su mujer: «¡Terco como una mula hasta para morir!». Tortas y pan pintado al lado de la irreverencia de Fabianito, el primogénito de la pareja, quien al volver del colegio voceaba desde el vestíbulo, tomando a chacota la afición del bisabuelo a la Fiesta Nacional: «¿Qué, dobla o no dobla?». Pero las zurrapas de las heces de tan amargo cáliz las bebía el anciano moribundo cada vez que Lolín, hermana menor de Fabianito, se plantaba ante su cama para espetarle, con la inconsciente crueldad de la infancia: «¡Tonto, más que tonto, que pareces tonto! Como no te mueras no voy a poder hacer este año la primera comunión, con el traje tan bonito que me han hecho, que parezco una princesa».

Próxima entrega: "La novela de la lluvia" de Karen Duve.

Portada del libro "Los muertos no se tocan nene", de Rafael Azcona
Portada del libro "Los muertos no se tocan nene", de Rafael Azcona

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