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La muerte viene de lejos

J. M. Guelbenzu, uno de los autores más importantes de la narrativa española contemporánea, vuelve al género policíaco con 'La muerte viene de lejos', una absorbente novela que indaga en los oscuros rincones del ser humano.

LA MUERTE VIENE DE LEJOS

—Ni existe el Mal ni hay crimen perfecto —dijo la Juez Mariana de Marco a media voz mientras cerraba el expediente que tenía sobre la mesa. Se quitó las gafas y las dejó colgando del cuello sobre su jersey de cachemir azul pálido al tiempo que se recostaba en el sillón; después dirigió la mirada a la puerta de su despacho. Esperaba y sonrió al escuchar un animoso taconeo al otro lado. Cuando la puerta se entreabrió, una carita vivaracha asomó primero, hizo un gesto de reconocimiento y se quedó esperando.

Carmen Fernández había sido Secretaria del Juzgado de San Pedro del Mar durante los dos años largos que duró el ejercicio de Mariana como Juez de Primera Instancia e Instrucción en esa localidad, pero lo que fue una cordialísima y eficiente relación de trabajo se convirtió en una firme y perdurable amistad aunque ahora se vieran de tanto en tanto porque Villamayor, el nuevo destino de la Juez, aunque se hallaba en la misma provincia distaba no menos de una hora de automóvil y ambas estaban sobradas de trabajo. Lo natural en ellas era encontrarse uno o, excepcionalmente, dos fines de semana al mes, en casa de la una o en casa de la otra. Por eso mismo, Mariana sintió curiosidad ante esta insólita aparición de Carmen a mediados de semana. La tarde la estaba aprovechando para revisar y repasar asuntos pendientes en espera de su amiga no sin tener algún momento de distracción preguntándose por la índole de esta cita solicitada a bote pronto.

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—¿Mar? —la cabeza de Carmen asomaba por la puerta entreabierta.

—¡Te has cortado el pelo! —exclamó Mariana.

—¿Qué quieres que te diga?: un arrebato.

Con el pelo corto y peinado a raya, Carmen desmentía sus treinta y tantos años. El nuevo corte agrandaba sus ojos, despejaba los pómulos, mostraba unas orejas pequeñas y bien formadas y, en conjunto, le daba un aire más desenvuelto, más vivaracho aún que antes; pero el golpe de gracia a su antiguo aspecto era el color rojo llama del teñido. Mariana se había quedado de una pieza, sin acertar a emitir opinión alguna.

—«En sus ojos se leía la sorpresa...» —recitó Carmen terminando de abrir la puerta. Vestía unos pantalones tan rojos como su cabello y una chaqueta cruzada negra sobre una camisa blanca de lazo. Y los zapatos, negros, de puntera afilada, levantaban su pequeño cuerpo en equilibrio inestable sobre un par de tacones de aguja.

Mariana consiguió sacudirse el estupor al oír el ruido de la puerta cerrándose con estrépito.

—Reacciona, mujer —dijo Carmen tras el portazo.

—Pero ¿qué te has hecho, criatura?

—En esta vida, Mar, hay que tomar decisiones drásticas de vez en cuando.

—No sé qué decirte... ¿Tan drásticas?

—Pues lo peor para ti vendrá luego, cuando tengas que salir conmigo a la calle.

—No te preocupes que no te abandonaré ni social ni personalmente. Las amigas...

Carmen se sentó en una silla al otro lado de la mesa. Su estatura se ajustó mejor al recuerdo de Mariana.

—Pues esto que ves no es todo, aunque te asombre. No es por esto por lo que venía a verte —dijo cambiando bruscamente de tono.

—¿Hay más?

—Mucho más. ¿Te acuerdas de mi sobrina Vanessa?

—¡No me voy a acordar! Un verdadero guayabo, como se decía antes; un bombón de niña.

—Sí, de licor.

Mariana titubeó.

—¿Quieres decir que frecuenta la zona húmeda?

—Como todas.

—Bah, seguro que es una buena chica; incluso un poquito simple; no creo que vaya a tener problemas a cuenta de la juerga nocturna del fin de semana, aparte los que le corresponden por la edad. Ahora son así. ¿Cuántos años tiene?: diecisiete o más, ¿no?

—Veinte, Mar, veinte ya.

—Lo dices como si fuera una desgracia.

—Es que es una desgracia, Mar. Es que se quiere casar con un hombre que le lleva veintitantos años.

Mariana volvió a quedarse con la boca abierta por segunda vez.

—¿Tu sobrina Vanessa? —preguntó con un tono de total incredulidad.

—Ya sé que esto parece un folletín, pero deja que te cuente...

—¿Y él? ¿Quién es? ¿De dónde ha salido? —Mariana había olvidado por completo el asombro que le había producido el impactante aspecto de su amiga al aparecer por la puerta de su despacho.

—¡Uf! —exclamó Carmen—. Es un hombre de aquí con una historia complicada. Te cuento: emigró en el vientre de su madre cuando sus padres fueron a buscarse la vida en Francia. No volvieron nunca, ni en vacaciones, no mantenían relación con el hermano del padre, el tío del niño. El niño, o sea, el interfecto, creció y se desarrolló en Francia y allí siguió su vida y sus estudios, lo que es aquí el bachillerato. Entonces sus padres se mataron en un accidente de automóvil y, por lo visto, dejó los estudios y se puso a trabajar. Ahí anduvo dedicado a vaya usted a saber qué, la tira de años, porque no regresó hasta hace unos tres, casi cuatro, a casa de su tío que, por cierto, tenía dinero y propiedades, porque era un avaro de cuidado, ¿sabes?, uno de esos que viven como miserables y luego tienen millones en la libreta; el caso es que volvió sin haber hecho fortuna, con lo puesto y poco más.

Por lo visto, empezó a mantener correspondencia con su tío de Pascuas a Ramos hasta que se decidió a plantearle el asunto. Para hacerte el cuento corto: el tío lo aceptó, pues a fin de cuentas también era su único sobrino carnal, aunque no sin condiciones. El tío, que era un solterón bastante retorcido, debió ver la ocasión de hacerle pagar el merecimiento a la herencia y lo tenía como a un criado. Pero lo que es la vida: el tío muere en menos de un año y el sobrino hereda. Conque imagínatelo, cuarentón, bien plantado, faldero y dispuesto a disfrutar de la vida. Porque otra cosa, no, pero estilo y modales sí que se trajo de Francia. En estos últimos tres años se ha hecho sitio entre gente bien situada, porque hay que reconocer que encanto le sobra, como a todos los seductores, y ahí lo tienes hecho un señorito al que al final se le ocurre ir a fijarse en una niña más simple que una mata de habas, guapa, ingenua... Un bocadito, vamos.

—Desengáñate, Carmen, ahora ya no hay chicas ingenuas a los veinte años.

—Ingenua de otra manera, sí, pero ingenua al fin y al cabo; o sea: con alguna experiencia de lobeznos y ninguna de lobos, que es a lo que me refiero.

Mariana se tomó un respiro.

—Bueno —dijo por fin—. No tiene por qué ser un desastre, aunque no parezca el tipo de relación más aconsejable. Pero vamos por partes. Primero: ¿está decidida?

—Está empeñada.

—¿Y sus padres?

—Pues él poco menos que limpiando la escopeta y mi hermana, te puedes imaginar: desconsolada.

—Y la niña, tan terne.

—Ay, Mar, de verdad, qué pesadilla.

—De todos modos: esto suele ser un drama hasta que deja de serlo, como sabes muy bien. Al fin y al cabo él tiene dinero y, como dice el buen pueblo, el que no la corre de soltero la corre de casado y eso es un punto a su favor. Puede ser un buen novio, es cuestión de darle carrete y ver qué pasa. Tú sabes el tamiz que es el tiempo. ¿Por qué no le cortáis las prisas a la niña, de momento? Con buena cara, se entiende, no vaya a ser que se os embarace en plan retador.

—Pues vaya consuelo.

—El que hay. ¿Qué van a hacer los padres, a ver? Si ella se emperra, o la enjaulas o matas al otro. Yo entiendo tu pesar, Carmen; si yo tuviera una hija, no quisiera verme en éstas, pero es que los tiempos han cambiado mucho...

Carmen suspiró. Estaba tan abrumada que todo su recién estrenado glamour parecía haberse desvanecido como una estrella fugaz en el firmamento. Mariana le tendió un cigarrillo que ella aceptó con desgana. Durante un rato fumaron en silencio.

—A ver —dijo Mariana de pronto—, ¿a qué has venido? ¿A dejarme traspuesta con tu nuevo look o a darme la noticia de lo de tu sobrina? Es que es tan raro que te presentes así de pronto en mitad de la semana...

Carmen volvió a tomar aire y a suspirar. Dio una calada al cigarrillo mediado, echó el humo sin gustarlo y lo aplastó minuciosamente contra el fondo del cenicero.

—Es que no te he dicho todo —dijo después.

—¿Ah, no? Pues ¿qué falta? —preguntó ligeramente intrigada Mariana.

—Pues que el novio, además, es un asesino.

Próxima entrega: "Diccionario del soltero" de J. Green

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