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El flagelo de la prepotencia

En 1998, el Premio Gato Perich fue para Wolinski, el humorista del Mayo francés, tanto de cintura para arriba como de cintura para abajo. En 1999 fue a parar a Gila, que, como suele suceder en España, era algo más que un humorista y fue el emblema de la única posible higiene mental popular bajo el franquismo.

Este soldado republicano capturado por el ejército faccioso, que pasó por la prueba de los fusilamientos fingidos, aterrorizado aterrizó a comienzos de los años cincuenta en un escenario para explicar su angustia de recién nacido: “Cuando yo nací mi madre no estaba en casa, se había ido a Toledo a curarse un orzuelo”.

Durante 20 años, Gila fue el flagelo de la prepotencia franquista, desde la desarmante, perezosa cazurrería del telefoneador litigante. Sus llamadas telefónicas desde la guerra desvertebraban la armadura épica de los vencedores y ofrecían el cuadro de precariedades de España.

Guerras blandas, relojes blandos, coches utilitarios blandos, mediocridades blandas.

Luego se fue a Argentina, donde recibió el impacto de una vivencia más libre, democrática y desarrollada, y regresó a España cuando otros militares allanaron el esplendor cultural y la esperanza laica de una juventud con voluntad de cambio.

Gila volvió dueño de su condición de perspicaz vencido, pero enriquecido por la técnica teatral que había aprendido en Buenos Aires, patria del teatro y del dulce de leche. Demostró que no sólo nos pertenecía a los que habíamos crecido bajo el amparo de sus imaginerías radiofónicas, sino que había alcanzado la gestualidad para apoderarse de la atención de las nuevas hornadas con las pupilas adheridas a las pantallas de televisión. Compare el espectador entre el humor pepero (de PP) actual, que le extirpa la condición humana, y el humor de Gila, que le restauraba su papel de animal racional, algo bajito. Rajoy entregó a Gila aquel Premio Perich. Fue un acto de desagravio al espectador.

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