Alzhéimer: cómo tratamos de detener la enfermedad
Numerosos laboratorios están ensayando prometedores programas y sustancias que quizá no tarden en proporcionarnos, si no una cura, una ralentización o freno significativo de su progresión
Pocos sufrimientos alcanzan al de vivir la extinción progresiva de la propia mente o la de un ser querido. Aunque no lo hace siempre, la naturaleza se cobra demasiadas veces el precio de la longevidad, inhabilitando las funciones cerebrales mediante una basura biológica que tácitamente se va acumulando en las neuronas con el paso de los años. Fue el psiquiatra y neurólogo alemán Alois Alzheimer quien en 1906 dio a conocer el caso de una paciente de mediana edad cuyos síntomas había venido estudiando desde cinco años antes. Empezó con cambios en personalidad y pérdidas de memoria que al agravarse le impidieron moverse por su propia casa. Progresivamente, aumentó su estado de confusión y desorientación, mostrando incluso delirios y paranoias, como sentirse perseguida por quienes trataban de matarla. Murió a la edad de 51 años en posición fetal.
El caso fue prototípico, pues los pacientes con la misma enfermedad suelen empezar mostrando problemas de atención y lapsus de memoria que se agravan progresivamente, sobre todo para los eventos más recientes y no tanto para los más antiguos, además de pérdida de interés por los asuntos personales y el entorno en que viven. Cuando la enfermedad de alzhéimer avanza, los pacientes están desorientados, tienen problemas para hablar y deambulan en el lugar y el tiempo. Finalmente, pueden morir de una neumonía u otras infecciones relacionadas. La autopsia de los primeros enfermos mostró una atrofia generalizada del conjunto del cerebro y reveló que muchas de las neuronas corticales se habían reducido a densos y gruesos fascículos de enmarañadas neurofibrillas que parecían el esqueleto de células degeneradas en las que no se observaban ni el núcleo ni el citoplasma.
Hoy sabemos que al menos un tercio de todas las demencias son de tipo alzhéimer, una enfermedad cuya duración total viene a ser de unos 25 años, aunque puede permanecer mucho tiempo silenciosa antes de mostrar sus primeros síntomas. La principal hipótesis sobre su causa señala a la beta-amiloide, una pequeña proteína que, aunque en cerebros sanos puede tener funciones de utilidad, cuando se acumula en las neuronas acaba agregándose a sí misma y formando placas que impiden el normal funcionamiento del cerebro. Esa acumulación parece consecuencia de fallos en el mecanismo de eliminación de su exceso, en buena medida a cargo de la microglía, otras células del cerebro con labores, por así decirlo, de limpieza y mantenimiento. El intenso trabajo de las células microgliales tratando de eliminar el exceso de beta-amiloide causa, a su vez, la liberación de sustancias que producen inflamación y más daño en las neuronas.
En el intento por reducir el exceso de beta-amiloide se ha observado que varios miembros de una misma familia afectados por la enfermedad comparten una mutación genética, es decir, un gen alterado que es el que lleva la información para fabricar una larga proteína de la membrana de las neuronas a partir de la cual se obtiene la beta-amiloide como cortándola en pequeños trozos gracias a una serie de enzimas. La mutación en ese gen parece la responsable de que se acumule mucha beta-amiloide formando las placas y haciendo que la enfermedad se manifieste tempranamente. La investigación busca entonces sustancias que bloqueen a esas enzimas cortantes para impedir que se forme y acumule la beta-amiloide. En prometedores experimentos con ratones transgénicos ya se ha conseguido que la reducción temprana de beta-amiloide reduzca síntomas parecidos a los de alzhéimer en humanos.
Pero para que los costosos tratamientos (cientos de miles de euros) con dichas sustancias funcionen parece necesario que tengan lugar tempranamente, cuando la enfermedad todavía no se ha manifestado y la beta-amiloide ya pueda estar acumulándose lentamente. No es fácil encontrar voluntarios para ser preventivamente tratados si no tienen síntomas de la enfermedad, pero los análisis de sangre y genéticos en personas asintomáticas de mediana edad o con antecedentes familiares facilitan el reclutar e iniciar ese tipo de tratamientos en quienes presentan anormalidades relacionadas con la proteína beta-amiloide.
En EE UU, la búsqueda preventiva de enfermos potenciales dio lugar en 2008 a la Dominantly Inherited Alzheimer Network (DIAN), una fundación que ya dispone de un buen número de personas de numerosos países que presentan alteraciones genéticas asociadas al inicio temprano de la enfermedad. En nuestro país, la Fundación Pasqual Maragall, promovida e inicialmente dirigida por el farmacólogo clínico Jordi Camí e impulsora del BarcelonaBeta Brain Research Center, ya lleva también mucho tiempo efectuando pruebas biológicas y conductuales diversas que permitan reclutar a los potenciales enfermos para empezar a ser tratados temprana y preventivamente con los recursos farmacológicos o de otra naturaleza disponibles.
Algunas sustancias como la aducanumab (un anticuerpo monoclonal promovido por la compañía farmacológica Biogen) ya han mostrado capacidad para reducir la formación de placas amiloideas en humanos, aunque no siempre se ha observado con claridad un éxito correspondiente en la reducción de los síntomas de la enfermedad. No obstante, se están probando también otras sustancias en la esperanza de que puedan dar mejores resultados. Una de ellas (el anticuerpo gantenerumab) no solo ha reducido las placas de beta-amiloide sino también la acumulación de otras proteínas como la tau, que es otro marcador neurobiológico de la neurodegeneración. La investigación está probando también otras pequeñas moléculas, mucho más baratas de producir que los anticuerpos, para reducir las placas de beta-amiloide.
La mala noticia es, entonces, que todavía no disponemos de un tratamiento eficaz y consolidado para controlar la enfermedad, pero la buena noticia es que hay numerosos laboratorios y clínicas de muchos países ensayando prometedores programas y sustancias que quizá no tarden en proporcionarnos, si no una cura, sí una ralentización o freno significativo de la progresión de la misma. Otra buena noticia es que el cerebro es un órgano extraordinariamente redundante, es decir, que la misma información o el acceso a ella se diversifica extraordinariamente en las neuronas cuando tenemos todo tipo de actividad, sea física o intelectual. De ese modo, el daño que puede originar la acumulación de beta-amiloide en algunas sinapsis puede reducirse si con dicho tipo de actividad hemos generado nuevos y alternativos canales de información en el cerebro que no estén afectados por la acumulación de esa proteína u otras moléculas patógenas. Es lo que algunos científicos llaman “reserva cognitiva”, algo que, prosaicamente, podríamos considerar como aquello de no llevar todos los huevos (toda la información, todas las memorias) en la misma cesta (en el mismo circuito cerebral). La redundancia neuronal que genera la actividad del cuerpo y la mente puede alejarnos así del alzhéimer, mientras la neurociencia no nos ofrezca una solución mejor, pues ese, y no otro, es, hoy por hoy, su principal e imperativo cometido.
Nota histórica final: En 1907, casi al mismo tiempo que Alois Alzheimer, el psiquiatra y neuropatólogo checo Oskar Fischer mostró el primer caso en que la presencia de las placas cerebrales se relacionaba con pérdidas graves de memoria y senilidad. De hecho, su contribución a la descripción de la enfermedad fue tan importante como la del propio Alzheimer, pero el antisemitismo y la rivalidad en neuropatología entre Praga y Múnich de esa época pudo contribuir al ocultamiento de su relevancia. Tras la invasión alemana de Checoslovaquia en 1941, Fischer fue arrestado por la Gestapo y retenido en una pequeña fortificación cerca de Praga. Allí murió de un ataque cardíaco a los 65 años. En justicia, la enfermedad debería llevar el nombre de los dos contribuyentes: enfermedad de Alzheimer-Fischer.
Materia gris es un espacio que trata de explicar, de forma accesible, cómo el cerebro crea la mente y controla el comportamiento. Los sentidos, las motivaciones y los sentimientos, el sueño, el aprendizaje y la memoria, el lenguaje y la consciencia, al igual que sus principales trastornos, serán analizados en la convicción de que saber cómo funcionan equivale a conocernos mejor e incrementar nuestro bienestar y las relaciones con las demás personas.
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