La evolución del cerebro y su conexión con los inventos
Nuestra memoria se va a ver deteriorada por la falta de conexiones en la corteza temporal, ya que, casi todo se ha relegado a una combinación de teclas en un dispositivo digital
La mente humana siempre es un proyecto inacabado, dice el periodista británico Caspar Henderson. Una entidad abstracta susceptible a cambios que se activan por obra y gracia de nuestro órgano maestro: el cerebro, algo más que un pedazo de carne envuelta en el caparazón del cráneo. Porque desde el principio de los tiempos, nuestro cerebro ha ido evolucionando junto a los instrumentos que el Homo sapiens ha ido inventando. Por ello, el Homo sapiens se debe al Homo faber y viceversa.
El mejor ejemplo es el invento del fuego, pero, más que su invención, ha sido su uso aplicado a la cocina; el paso de lo crudo a lo cocido ha hecho posible la evolución de nuestro cerebro. El primatólogo británico Richard Wrangham nos lo explica en su libro En llamas (Capitán Swing). Según cuenta, cuando nuestros antepasados homínidos empezaron a cocinar su comida, el cerebro creció de tamaño y, con esto, también empezó el desarrollo evolutivo de la mente. Por el contrario, el aparato digestivo se redujo.
La conexión entre cerebro y estómago es tan evidente como que en el aparato digestivo están presentes todos los tipos de neurotransmisores que existen en nuestro cerebro. Uno de ellos —la serotonina— se encuentra en un 95% en el intestino y participa en los intercambios entre el cerebro y el intestino a través del nervio vago que resulta ser el nervio craneal más largo: va desde el bulbo raquídeo hasta el tórax, pasando a través de la cavidad abdominal.
Dicho de otra manera, las conexiones celulares entre distintos órganos se van a ver condicionadas por nuestros propios inventos. Si seguimos con ejemplos, cabe aquí destacar también el bastón para ciegos, convirtiéndose en una extensión del tacto cuando falta la vista. De la misma manera que pasó con el fuego o con el citado bastón, la tecnología que nos invade está cambiando nuestro cerebro aunque no nos demos cuenta de ello. Y cambiándolo a peor en muchos de los casos. Por ejemplo, nuestra memoria se va a ver deteriorada por la falta de conexiones en la corteza temporal, ya que, casi todo —desde un número de teléfono hasta la tabla de multiplicar— se ha relegado a una combinación de teclas en un dispositivo digital.
Hay veces que el progreso implica un regreso y el abuso de las tecnologías nos puede conducir a ello. La misma caligrafía apenas se practica y, lo queramos o no, las pantallas de plasma influyen de manera negativa en el desarrollo de nuestro cerebro. Nuestra percepción de la realidad está cambiando desde que nos asomamos al mundo desde una pantalla de plasma. Ya no lo vemos igual que hace décadas, cuando todo era analógico y, para llamar por teléfono, tenías que meter el dedo en la rueda de los números. Con estas cosas, nuestros cerebros se transforman y nuestros sentidos cambian.
Pasa igual que con el invento del reloj personal, desde que se extendió su uso ya no miramos el sol de la misma manera; es más, ahora en verano, en las costas de nuestra geografía, la gente lo mira a través de la pantalla de un dispositivo digital cuando el atardecer pinta de rojo el cielo; un instante en el tiempo que resulta ser una tregua entre dos preguntas que van desde un momento antes de tirar la foto, hasta el momento de después de tirar esa misma foto a la que siguen más momentos que coinciden con más fotos de ese mismo instante.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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