El enredijo del azul de Prusia
En el libro de Benjamín Labatut ‘Un verdor terrible’ nos encontramos relaciones tan curiosas como la que hubo entre un pigmento artificial y la Alemania nazi
Se sabe que el primer pigmento sintético moderno fue el azul de Prusia, descubierto de forma inesperada cuando el químico Johann Conrad Dippel, ayudante del inventor suizo Johann Jacob Diesbach, intentaba conseguir de manera artificial el color carmín por encargo del naturalista alemán Johann Leonhard Frisch.
Ocurrió alrededor de 1706, tal y como aparece en las cartas que se cruzaron Johann Leonhard Frisch y el presidente de la Real Academia de Ciencias, Gottfried Wilhelm Leibniz. En un principio, la intención de Dippel no era otra que la de acabar con la hegemonía española en lo referente al color carmín, ya que, dicho color se obtenía a partir de la sangre escarlata de la cochinilla, un pequeño parásito que se encuentra en el cactus nopal mexicano. Porque la conquista española no solo trajo la plata y el oro a Europa, sino también el color carmín.
Con el descubrimiento del azul de Prusia, se abarató el coste de un color que, hasta entonces, se obtenía a partir del lapislázuli, la gema de color azul ultramar cuya extracción de las montañas occidentales de Afganistán encarecía el tinte. De esta manera, Frisch se hizo rico y expandió su comercio en las tiendas de París, Londres y San Petersburgo. El azul de Prusia se puso de moda. Tal fue así que, a principios del siglo XVIII, los salones europeos se llenaron de trajes y vestidos con este color.
Con el descubrimiento del azul de Prusia, se abarató el coste de un color que, hasta entonces, se obtenía a partir del lapislázuli
La pintura más antigua de la que tenemos noticia hasta hoy donde se utilizó el azul de Prusia es El entierro de Cristo, pintada en 1709. En ella destaca el brillo azulado del manto de la Virgen, donde el holandés Pieter van der Werff no escatimó color. Pero esto es solo un detalle, pues como vamos a ver, hay una conexión íntima entre el azar que llevó a Dippel a descubrir un nuevo tinte sintético y el comercio que llevó al naturalista alemán Johann Leonhard Frisch a enriquecerse; una conexión cuya causa primera vendría condicionada por el carmín y donde no faltan, en su deriva, ni Leibniz ni el castillo de Frankenstein, donde Dipper practicó la alquimia y la anatomía, llegando a experimentar con cadáveres en su intento de traspasar el alma de unos a otros. Se piensa que Mary Shelley se inspiró en él a la hora de escribir su Frankenstein.
Conjeturas aparte, se trata de una relación de hechos que tienen su origen en el azul de Prusia y que, tras pasar por Pieter van der Werff, alcanzan la Alemania nazi. Esta relación de hechos la podemos leer en el libro titulado Un verdor terrible escrito por Benjamin Labatut, y publicado hace ya unos meses por Anagrama. Toda una colección de historias basadas en hechos reales donde los descubrimientos científicos sirven de base para recorrer épocas pasadas sin perder el hilo narrativo de los acontecimientos.
En el caso que aquí nos ocupa, a partir del descubrimiento del azul de Prusia, el escritor chileno Benjamín Labatut nos lleva hasta el último concierto que dio la Filarmónica de Berlín el 12 abril de 1945, antes de la caída de la ciudad, y que terminaría de manera muy apropiada con el aria de Brunilda de Richard Wagner. Toda una banda sonora para lo que vendría poco después, cuando los niños de las Juventudes Hitlerianas, cargados con cestos de mimbre, repartieron cápsulas de cianuro como si fueran caramelos.
Sin duda, muchos de los alemanes que aceptaron tragar el regalo no sabían que el verdadero origen del cianuro tuvo lugar en 1782, cuando el químico Carl Wilhelm Scheele mezcló el azul de Prusia con una solución que, al contacto con el fuego, emitía un gas incoloro con un suave olor a almendras amargas. Fue bautizado como “ácido prúsico”, y lo que ocurrió después es asunto de los forenses.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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