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Una cadena de catástrofes marcianas: cuando la NASA confundió el sistema métrico con el imperial

Fragmento del libro ‘Más allá de la Tierra’, del divulgador Rafael Clemente, en el que relata en detalle la alucinante historia de la exploración espacial

Mars exploration
Un vehículo de lanzamiento prescindible Boeing Delta II despega con el 'Mars Polar Lander' de la NASA, el 11 de diciembre de 1998.NASA (Getty Images)
Rafael Clemente

El decenio de 1990 fue nefasto para los proyectos de exploración de Marte. De siete intentos solo dos tuvieron éxito. La aparente facilidad con que habían aterrizado los Viking ocultaba una realidad: posarse en el planeta rojo era mucho más difícil de lo que parecía. En los primeros cincuenta años de exploración marciana, casi la mitad de los vehículos enviados allí se estrellaron o dejaron de funcionar.

En septiembre de 1992 la NASA lanzo su Mars Observer, una plataforma que debía continuar y ampliar los estudios realizados desde los orbitadores Viking. Era un vehículo de nuevo diseño, el primero de una clase destinada a realizar visitas planetarias no solo a Marte sino también, en el futuro y con las necesarias adaptaciones, a Venus o Mercurio.

Se había construido a partir de un cuerpo estándar propio de satélites de comunicaciones convencionales. Parecía una buena idea desde el punto de vista de aprovechar diseños ya probados pero no lo fue. Algunos de sus componentes, que habían funcionado bien durante semanas en torno a la Tierra no soportarían los rigores de un viaje de meses hacia entornos mucho más fríos.

Cuando el Mars Observer estaba a solo un par de días de alcanzar su objetivo, se le transmitió la orden de poner bajo presión sus depósitos en preparación a la maniobra de frenado. No se sabe con exactitud qué sucedió. Las sospechas apuntan a una leve fuga de oxidante (tetróxido de nitrógeno) en una válvula. Aunque era poca cantidad a lo largo de los once meses que duró el vuelo, el corrosivo líquido se fue acumulando en las tuberías. Al abrirse un segundo juego de válvulas, entró en contacto con el combustible provocando una explosión. No es más que una entre varias hipótesis, pero el brusco fallo de las comunicaciones no permitió llegar a una conclusión definitiva.

Mejor suerte tuvo el Mars Global Surveyor, otra sonda lanzada cuatro años después. A raíz del fracaso del Observer se había abandonado ya la idea de utilizar un tipo de nave que sirviera para todas las misiones. Este era un diseño nuevo, específico para operar en Marte; los instrumentos científicos que cargaba eran casi idénticos a los que se habían perdido en el intento anterior.

Las posiciones relativas de Tierra y Marte hicieron que la travesía fuese larga: once meses. El viaje culminó entrando en una órbita muy alargada, cuya altura se iría reduciendo hasta circularizarse a un nivel de solo 230 kilómetros. El ajuste llevó otro año y medio, porque por primera vez se utilizaron los paneles solares como aerofrenos en lugar de un motor químico. Eran dos aletas orientables y suficientemente resistentes para soportar repetidas veces el rozamiento de las capas altas de la atmósfera.

Al final, el Global Surveyor quedó en una órbita heliosincrónica, calculada de tal manera que pasaba sobre el mismo accidente del terreno a la misma hora solar. Las condiciones de iluminación eran similares y las sombras, siempre idénticas, facilitaban el detectar cambios en el paisaje.

Aunque proyectado con una vida útil de solo dos años, el MGS recibió repetidas extensiones de misión (o sea, asignaciones presupuestarias) que lo mantuvieron activo durante casi diez. Más que ninguna otra nave enviada a Marte hasta entonces. Durante ese tiempo obtuvo un cuarto de millón de imágenes así como una detallada cobertura altimétrica del planeta. Esa información resultaría de gran ayuda para preparar las futuras operaciones de los robots móviles que estaban a punto de llegar.

En noviembre de 1996, la Unión Soviética había dejado de existir. El Mars 8 estaba destinado a ser la primera sonda de espacio profundo que ondease la bandera rusa tricolor y tenía asignado un ambicioso programa científico. Además de una plataforma con cámaras de vídeo y sensores remotos cargaba dos cápsulas de aterrizaje y dos penetradores. Estos últimos, una especie de dardos de dos metros de longitud que se lanzarían desde órbita para incrustarse en el suelo. Justo antes del impacto se dividirían en dos secciones: la ojiva se enterraría profundamente; la de popa, conectada por una serie de cables, quedaría en la superficie. En la proa iba un sismómetro, medidores térmicos y analizadores de mineralogía, todos ellos capaces de sobrevivir a un choque a 300 Km/h; sus mediciones llegarían al vehículo orbital a través del emisor instalado en el segmento posterior de la sonda.

Nada de este plan pudo realizarse. La última etapa del cohete sufrió un fallo y la sonda, tras un día atrapada en una órbita incorrecta alrededor de la Tierra, se desintegró al penetrar en la atmósfera.

La racha de fracasos continuó, esta vez bajo pabellón japonés. La Nozomi era un vehículo pequeño, en cuya instrumentación habían participado otras cuatro agencias extrajeras. Su objetivo también era orbitar alrededor de Marte para analizar su terreno, atmósfera y medio interplanetario vecino.

Lo más novedoso era su trayectoria. Para alcanzar la velocidad de escape sin mucho gasto de combustible se le hizo pasar dos veces cerca de la Luna y una más de la propia Tierra acelerando más gracias a su tirón gravitatorio. La maniobra le había costado seis meses de navegación, pero tuvo éxito. A finales de diciembre de 1998, con una pequeña ayuda de su motor emprendió ruta hacia Marte.

Lamentablemente, otra válvula mal cerrada provocaría una pérdida del valioso combustible necesario en los ajustes de rumbo finales. Los técnicos japoneses se vieron obligados a recalcular la trayectoria para acelerarlo sin gastar propergol. Pasó dos veces más por delante de la Tierra pero cada maniobra suponía dar otra vuelta alrededor del Sol. Cuatro años más de viaje.

Una odisea. Una erupción solar dañó el equipo de comunicaciones y el control de los calefactores. Se congeló la hidracina remanente en los conductos de alimentación y solo gestionando muy bien la orientación de la nave para aprovechar el calor del Sol pudieron volver a licuarla.

Por fin, en diciembre de 2003, tras cinco años y medio de viaje, estaba a punto de alcanzar su destino. Solo cinco días más y dispararía su motor de maniobra forzando la captura. Fue entonces cuando la telemetría mostró que el propulsor no respondía e iba directamente a impactar contra Marte. Nozomi no había sido esterilizado antes de despegar y, en consecuencia, no podía permitirse que se estrellase por el peligro de provocar una posible contaminación biológica. A toda prisa se le enviaron órdenes que disparasen los reactores de control de posición, mucho más débiles, con los que alterar su trayectoria.

Nozomi sobrevoló Marte a un millar de kilómetros de altura antes de perderse en el espacio.

Pero entre todos los fracasos de la exploración marciana, pocos tan humillantes como el del Mars Climate Orbiter, lanzado por la NASA en diciembre de 1998. Una misión meteorológica para complementar la del exitoso Mars Global Surveyor que continuaba enviando fotos y mediciones de excelente calidad.

Esta vez, se pretendía estudiar la evolución de la atmósfera de Marte a lo largo de un par de años. En especial, la abundancia y distribución de vapor de agua, temperatura y el polvo en suspensión responsable del característico color rosado de su cielo que ya habían detectado los Viking.

La trayectoria parecía normal durante los nueve meses que duró el viaje. Cierto que se habían notado algunas leves desviaciones pero eso era habitual y podían corregirse mediante el motor de maniobra. De hecho, se realizaron cuatro ajustes, así que cuando la sonda se ocultó tras el planeta para ejecutar la operación de captura en modo automático, casi todos los controladores y directores de vuelo estaban tranquilos. Casi. No todos.

El Climate Orbiter nunca reapareció ni se volvió a tener noticias de él. Posteriores análisis de la trayectoria mostraron que en lugar de pasar a una altura de 150 kilómetros lo había hecho a menos de 60. A ese nivel la atmósfera ya era tan densa que la fricción del aire equivalía el efecto de la llama de un soplete contra el vehículo. Quizás se quemó; quizás la brusca deceleración destrozó su estructura aun antes de llegar al suelo; o la hidracina del depósito alcanzó su punto de ignición y explotó como una bomba. O las tres cosas a la vez.

El desánimo dio paso a la rechifla cuando se conoció la causa del fatal desvío de trayectoria. Lockheed, fabricante del vehículo, había facilitado al Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA (JPL) unos datos de seguimiento en medidas imperiales, las habituales en la industria aeronáutica; el JPL trabajaba siempre en métricas. Libras frente a newtons. Y nadie lo había descubierto a tiempo.

La consternación general a raíz del fracaso del Climate Orbiter se agravó aún más por el hecho de que otra nave similar estaba en camino. Era el Mars Polar Lander, un aterrizador perteneciente al mismo programa de exploración marciana.

La tradicional prudencia de la NASA, el asegurar un paso antes de dar el siguiente se había remplazado por una ideología más agresiva y menos preocupada por cubrir todas las eventualidades. El nuevo mantra establecido por el administrador de la agencia era “Más rápido, mejor, más barato”. Muchos opinaban que el cambio había sido a peor e ironizaban completando el lema con “...elija dos”.

La investigación que siguió al desastre del Climate Orbiter señaló casos flagrantes de mala organización, falta de entrenamiento, dificultades de comunicación entre empresas e incluso desconocimiento del funcionamiento de algunos sistemas.

El Polar Lander se había diseñado aplicando aproximadamente los mismos criterios: Aceptar atajos, reducir costes, limitar pruebas... Pero su misión era complicada: Aterrizar en las cercanías del casquete antártico (a unos 75º de latitud Sur), recoger muestras con su brazo robótico y someterlas a análisis, tomar fotografías del terreno, medir una serie de parámetros meteorológicos (presión, temperatura, velocidad del viento), localizar hielo en suspensión en las capas bajas de la atmósfera y hasta desprender un par de cápsulas instrumentadas que deberían hincarse en el suelo helado para investigar sus características.

Nada de esto llegaría a cumplirse. Aunque se supone que todo se desarrolló bien durante la mayor parte del descenso, el vehículo nunca respondió. La opción más razonable es que se estrellase. No hubo forma de confirmarlo puesto que durante la maniobra de aterrizaje no transmitía telemetría. Posteriores intentos de fotografiarlo desde órbita sí que localizaron el paracaídas descartado pero ni rastro del aterrizador.

El análisis de fallos apuntó un posible culpable. En el momento de desplegar en tren de aterrizaje, a 40 metros de altura, la vibración pudo provocar una señal espuria que el computador interpretase como de contacto con el suelo. En consecuencia, habría detenido el motor de frenado dejando al Polar Lander seguir en caída libre. El impacto era demasiado violento como para que un vehículo tan frágil sobreviviese.

Más allá de la Tierra

Autor: Rafael Clemente
Precio: 19,50€
Editorial: Libros Cúpula
Páginas: 272

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.
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