Las abejas con más cabeza prefieren la ciudad
El estudio de casi 100 especies de antófilos confirma que el tamaño del cerebro está relacionado con una mayor capacidad de adaptación a nuevos entornos
Al abejorro carpintero europeo (Xylocopa violacea) ya se le ve más por las ciudades que en su entorno original. Realmente es una abeja, pero tan grande y negra que los humanos la han elevado de categoría. Ese tamaño parece haberle ayudado a colonizar un ambiente tan diferente al suyo, lleno de nuevas oportunidades, pero también peligros: la ciudad. Un nuevo trabajo con decenas de especies de abejas y abejorros muestra ahora que las especies que tienen una cabeza más grande tienen mayor presencia en zonas urbanas. Este hallazgo confirmaría entre los insectos algo ya observado en otros seres vivos, empezando por los humanos, que un cerebro mayor da capacidades extra de adaptación.
Las ciudades, con sus 10.000 años de historia, son algo nuevo para especies que llevan en el planeta miles, cuando no millones de años. Algunas supieron aprovecharlas enseguida, como los animales domésticos, las ratas o las cucarachas. En general son entornos ambivalentes para la vida animal. Pueden ser un lugar peligroso, en particular para los depredadores que competían con los humanos. Eso no ha impedido que, a lo largo del tiempo, muchos seres vivos hayan sabido aprovechar las ventajas que también ofrecen, como la ausencia de enemigos y competidores, disponibilidad de comida e, incluso, mejores condiciones climáticas. Para algunas aves y mamíferos, las urbes se han convertido en su último refugio. Pero, ¿por qué unos seres se han adaptado a las ciudades y otros no? La respuesta puede estar en el tamaño de su cabeza.
Un grupo de científicos españoles se ha hecho la misma pregunta, pero la familia de especies a la que pertenecen las abejas y abejorros, los apidae. Investigaron la presencia de ejemplares de 89 especies de ápidos de Norteamérica y Europa en tres entornos: natural, agrícola y urbano. En paralelo, realizaron mediciones de su tamaño medio, el de sus cabezas y la proporción entre cuerpo y cabeza. Los resultados de su trabajo, publicados en la revista científica Biology Letters, muestran que, en general, a las abejas no les gusta la ciudad. En concreto, encontrar ejemplares de 56 especies en los parques y jardines urbanos fue raro o excepcional, siempre por debajo del 20% de las observaciones de la especie. Pero hay otras 28 que frecuentan las ciudades. Incluso algunas, como el abejorro carpintero ya mencionado o la abeja cardadora de lana europea (Anthidium manicatum) ya se alimentan más de las flores y el polen urbano que del rural o del natural. De esta última, por ejemplo, registraron 2.800 observaciones urbanas frente a las 350 recogidas en sistemas naturales. “Que se le den bien los ambientes urbanos no quiere decir que no aparezcan en ambientes naturales”, aclara José B. Lanuza, primer autor de esta investigación cuando trabajaba en la Estación Biológica de Doñana (EBD-CSIC).
“La presencia o no de las abejas en los entornos urbanos no es aleatoria, observamos una correlación: las especies con cabezas más grandes tienden a concentrar un mayor número de ejemplares en las ciudades”, destaca Lanuza, ahora en el Centro Alemán para la Investigación Integrada de la Biodiversidad de Halle-Jena-Leipzig. Puede que haya otros factores que lo expliquen, como la dieta. Pero vieron que entre las abejas urbanitas había tanto generalistas o polilectias (que se alimentan del polen y el néctar de varias familias) como especialistas que solo liban de una familia de flores. Además, la relación entre tamaño de la cabeza y urbanidad es más consistente cuanto mayor es la proporción entre la testa y el cuerpo. Es lógico y esperable que a especies grandes como el abejorro carpintero europeo les vaya bien en las urbes. Su gran tamaño facilita su movimiento entre un parque y otro, que pueden estar a una distancia excesiva para los ápidos más pequeños. Pero es que hay especies, como la A. manicatum o la abeja de patas peludas (Anthophora plumipes), que tienen una cabeza relativamente más grande y son de las más urbanas que hay. También observaron lo contrario: las especies con cabezas más pequeñas o menor ratio entre cabeza y cuerpo tienden a verse menos en la ciudad.
En 1993, biólogos evolutivos plantearon la idea del búfer cognitivo. Esta hipótesis sugiere que una mayor cognición protege a los animales contra los cambios ambientales al ayudarles en sus decisiones sobre dónde vivir, qué comer o qué riesgos evitar. Y si se acepta que el tamaño del cerebro está relacionado con las habilidades cognitivas, se puede concluir que las especies con cabezas más grandes contarán con una mayor plasticidad, algo que encajaría en entornos tan cambiantes como son las ciudades. Esta conexión se ha comprobado en aves y mamíferos, en particular en los primates. “Sobre todo en los humanos”, dice Daniel Sol, investigador del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales de la Universidad Autónoma de Barcelona (CREAF/CSIC).
“Este protector cognitivo nos sirve para decidir qué hacer cuando estamos expuestos a cambios y nuevos ambientes. Nos da la capacidad de elegir”, detalla Sol. “Los humanos somos el mejor ejemplo del búfer cognitivo, con el que hemos conquistado el planeta”, añade Sol, que lo ha investigado en distintos grupos de animales, como las aves. “Hay especies que no tienen que cambiar su comportamiento. Las palomas y tórtolas siguen comiendo en la ciudad lo que comían en el campo. Pero otras, como las garzas o los córvidos, sí han cambiado su dieta”, cuenta Sol. “La hipótesis del búfer cognitivo se había demostrado en animales que consideramos inteligentes, como los cuervos, los loros o en primates”, añade el investigador del CREAF. Son especies con un cerebro relativamente grande, con una acumulación de neuronas en el córtex cerebral, en los mamíferos, o en el pallium, en las aves. “Pero el cerebro de los insectos es muy pequeño. Se pensaba que no podían modificar comportamientos complejos, pero una serie de experimentos vinieron a desmentirlo”, termina Sol.
“Los humanos somos el mejor ejemplo del búfer cognitivo, con el que hemos conquistado el planeta”Daniel Sol, investigador del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales de la Universidad Autónoma de Barcelona
En uno de esos experimentos, unos abejorros demostraron ser capaces de aprender de otros. En un trabajo con abejas a las que les impedía dormir, observaron como mostraban peor capacidad de retención. En 2021, un trabajo liderado por el ecólogo de la Estación Biológica de Doñana, Ignasi Bartomeus confirmó que las abejas tienen capacidad de aprender ante nuevos entornos. “Fue un test muy simple en el que tenían que memorizar donde estaba la recompensa azucarada”, dice el científico. Vieron que las especies con cabezas más grandes tenían más éxito. Este experimento les llevó a plantearse cómo les iba a las abejas en las ciudades y descubrir que las especies más cabezudas, encajan mejor en ellas. Bartomeus advierte de no ir más allá de los resultados que han obtenido. Los autores reconocen que el trabajo tiene sus limitaciones. La primera es doble: se parte de que una cabeza más grande siempre supone un mayor cerebro y que un cerebro más grande implica mayor habilidad cognitiva. “Pero la inteligencia es algo muy complejo que no podemos reducir al tamaño”, recuerda. Además, el trabajo se apoya en 89 especies, cuando hay unas 20.000. Otra limitación es que la correlación que han observado (cabeza más grande igual a mayor urbanidad) podría ir en el sentido contrario: que los retos y oportunidades que ofrece la ciudad hayan ejercido una presión selectiva, favoreciendo a los insectos más cabezones.
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