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Ética científica
Tribuna
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Lo que se debe o no descubrir

Ante un fenómeno desconocido, lo que se hace es indagar sin motivación ni expectativa tecnológica alguna

Robert Oppenheimer, el científico que lideró El Proyecto Manhattan
Robert Oppenheimer, el científico que lideró El Proyecto Manhattanullstein bild Dtl. (ullstein bild via Getty Images)

En un artículo titulado Lo que sería mejor no descubrir (EL PAÍS, 17 de junio de 2023) Antonio Muñoz Molina alerta sobre las nefastas consecuencias que tienen algunos hallazgos científicos y tecnológicos. Literariamente es, lógicamente, excelente, pero científicamente contiene aspectos que se deben considerar. Muñoz Molina cuenta que charló con un piloto que sobrevoló Hiroshima después del bombardeo y sacó unas conclusiones que me conmovieron.

Nací cuatro agostos después de esa atrocidad y, por mi trayectoria profesional, he conocido a siete participantes del proyecto Manhattan con los que he hablado sobre el asunto durante ratos no muy largos, salvo con dos, con los que eché horas. La hondura, los silencios y los extravíos de aquellas miradas pueden justificar los temores del escritor. Se apoya además en que los mitos y cuentos antiguos advierten de que la curiosidad humana puede ser en ocasiones catastróficas, porque hay saberes y técnicas que tienen más efectos destructivos que beneficiosos. Estoy de acuerdo, salvo un matiz que creo esencial: no son algunos los saberes potencialmente dañinos, sino todos. Todos. Ese es el matiz.

La inmensa mayoría de los físicos e ingenieros que participaron en el proyecto Manhattan eran pacifistas, progresistas y ninguno creía que la bomba se fuera a lanzar contra la población civil. Algunos de ellos, cuando entrevieron las intenciones de los militares y el presidente Truman, pagaron su oposición con algo más que represalias.

Pensemos en quien hizo el descubrimiento más decisivo que no debía, el neozelandés Ernest Rutherford. Lo impulsó a ello la contemplación de dos imágenes. Una era la radiografía de una mano con una moneda y un anillo en la que se veían nítidamente los huesos y tendones. La otra era de la misma mano, pero hecha con el nuevo fenómeno de la radiactividad. Una auténtica chapuza que no valía para nada, pero… ¿cuál era la naturaleza de esa radiación? La anterior era de origen atómico y esta, al parecer, nuclear. Y Rutherford descubrió justo eso: la existencia y propiedades básicas del núcleo de los átomos predichos por Leucipo y Demócrito, ensalzados tan acertada y bellamente por Tito Lucrecio Caro en los miles de versos de su De rerum Natura.

Ante un fenómeno desconocido, lo que se hace es indagar sin motivación ni expectativa tecnológica alguna. Creo interesante saber a qué se opuso radicalmente Rutherford como algunos hacen ahora, por ejemplo, con la inteligencia artificial, acercándonos así a la tesis del artículo de Muñoz. A la aviación. Rutherford decía que los aviones se utilizarían irremisiblemente en las guerras para ametrallar a los pobres soldados. Acertó, pero no intuyó que la aviación iba a marcar en algunos aspectos la evolución de la humanidad y no necesariamente para mal. Lo más resaltable es que su vaticinio y lucha contra la aviación fueron absolutamente irrelevantes. En cambio, no hay hospital que no tenga un servicio de medicina nuclear en los que el núcleo atómico no ofrezca unas imágenes fascinantes del interior del cuerpo humano y su fisiología, que hacen precisos los diagnósticos médicos y eficacísimos los tratamientos contra enfermedades terribles.

Los científicos pertenecemos al mundo en tiempos de paz y a nuestros países en tiempos de guerra. No es mía esta terrible frase, sino de Fritz Haber, químico que sintetizó el amonio, dando con ello paso a los fertilizantes que paliaron el hambre de millones de personas, y durante nuestro primer apocalipsis lo que produjo fue el devastador gas de las trincheras.

Pensemos en cualquier avance científico o técnico desde que descubrimos cómo encender fuego. Si no se quiere escrutar hacia tan vasta lejanía, pensemos en el siglo XX y sus virus, transistores, satélites artificiales, radares, manipulación genética, microchips… Está claro, después de la pandemia que hemos sufrido, que un exterminio masivo e incluso global vírico es mucho más viable, barato y eficiente que una barbaridad de bombazos nucleares que a nadie se le ocurrirá iniciar. Sí, a nadie.

Por el lado opuesto, sostengo que la misma prevención hay que tener, en ocasiones, con ciertas creencias modernas que utilizan la ciencia torticeramente. Hace poco, unos investigadores estatales suizos y alemanes desarrollaron un arroz transgénico que podía inundar de vitamina A extensas zonas del planeta en las que sus habitantes, normalmente pobres, sufrían una carencia endémica de ella.

Los malhadados descubridores renunciaron a patentar el procedimiento. Aquello lo consideró la organización Greenpeace un caballo de Troya de las multinacionales para hacer negocio y la campaña contra el arroz dorado fue feroz. Las autoridades europeas ignoraron el asunto y no apoyaron a los científicos: no era cuestión de enfrentarse a los ecologistas. Hasta que llegó la tremenda carta abierta de 109 premios Nobel de ciencias apoyada por decenas de miles de científicos. Reproduzco solo dos frases y la apostilla final:

“Acusamos a Greenpeace de tergiversar los riesgos, beneficios e impactos de los alimentos transgénicos, porque son tan seguros como cualquier otro, si no más, según todas las evidencias científicas. La Organización Mundial de la Salud estima que 250 millones de personas sufren la escasez de vitamina A. Entre ellas hay entre 250.000 y 500.000 niños menores de cinco años a los que esa carencia les lleva cada año a la ceguera. La mitad de ellos mueren dentro de los doce meses posteriores a haber perdido la vista”.

La frase final es la que no hay que olvidar: “¿Cuántos pobres han de morir en el mundo para que consideremos esto un crimen contra la humanidad?”. Mejor no hacer cuentas de víctimas de los horrores.

Sí, los terribles castigos que pueden surgir de la caja de Pandora tienen muchas facetas, incluidas la de favorecer el cambio climático por obligar a la mayor potencia industrial europea a quemar el peor carbón, lignito pardo, arrasando, si es menester, aerogeneradores y, por supuesto, a la maldita (aunque declarada verde por el Parlamento Europeo) energía nuclear.

No hay que temer a los científicos por las posibles consecuencias de sus hallazgos por una razón: es inútil. Quienes manejan sus descubrimientos son los políticos con instrumentos poderosos que, en el mejor de los casos, hemos puesto todos a su disposición: la jurisprudencia, la capacidad de negociación internacional y las fuerzas armadas.

Prometeo, Pandora y los dioses implicados son más que el mito y el cuento que dice Muñoz Molina: existen y somos todos nosotros. Somos nosotros los que deberemos decidir, sin amedrentamiento ni lamentos, qué hacer con la ingeniería genética, la conquista del espacio, la inteligencia artificial, la computación cuántica, la robótica inteligente y la de escala nanométrica, las interfaces neuronales cerebro-ordenador-máquina, la realidad virtual y todo lo que ofrezca el frondoso y fascinante bosque de la ciencia y la técnica.

Este atardecer recordaré a los cuatro John, a Henry, a Rudolph, y, sobre todo, a Lise. Sí, a la entrañable Lise Meitner, la llamada madre judía de la bomba atómica que jamás practicó el judaísmo, nunca fue madre y renunció a colaborar en el proyecto Manhattan, pero fue la que descubrió la fisión nuclear.

Mientras se esconde con calma la espléndida caldera termonuclear que es nuestro Sol, pensaré en muchos otros que han hecho posible que más del noventa por ciento de los ocho mil millones de personas que somos sobrevivamos por muy lacerantes que sean las desigualdades entre nosotros. Estas y la posibilidad de que nos extingamos serán responsabilidad exclusiva de nosotros mismos. La ciencia, toda la ciencia, no hará más que propiciar que evolucionemos libre, plácida y equilibradamente si somos sensatos. Lo único decisivo que no deberíamos haber descubierto es la guerra.

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