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Los pasajeros olvidados del ‘Artemis I’

En cuanto se apagó la última fase del cohete, se desprendieron diez pequeños satélites que iban en una ruta similar hacia la Luna. Alguno falló, pero la mayoría de ellos siguen activos, con misiones variopintas

Los CubeSats del satélite japonés 'NanoRacks' el 13 de febrero de 2014. Foto: NASA | Vídeo: EPV
Rafael Clemente

Pese a no ir tripulada, la cápsula Orión está monopolizando la atención de quienes siguen la exploración espacial. Sobre todo, por las espectaculares vistas de la Luna que ha enviado (la cámara está situada en un panel de células solares que, al moverse, permite enfocar a uno u otro lado). En cuanto se apagó la última fase del cohete, ya con la cápsula en ruta a la Luna, se desprendieron diez pequeños satélites que iban de pasajeros en el viaje. Como una perdigonada, todos ellos entraron en una ruta similar hacia nuestro satélite. Alguno falló, pero la mayoría de ellos siguen activos, con misiones variopintas.

Casi todos esos satélites están basados en un diseño común: el Cubesat. Son vehículos compuestos por módulos cúbicos de solo diez centímetros de arista. Según las necesidades, puede utilizarse solo uno o varios ensamblados. En el caso de Artemis, el más común es el de seis unidades: unas se destinan a sistemas de propulsión y otras a alojar los experimentos propiamente dichos. En todo caso, es una opción económica y fiable, ya que se trata de un diseño muy probado.

Alguno ha sido promocionado por agencias especiales como la japonesa JAXA o la propia NASA; otros responden a intereses de ciudadanos privados, como el bautizado Team Miles, un artefacto del tamaño de una caja de zapatos equipado con un juego de cuatro motores iónicos de nuevo diseño. Emiten iones de yodo y proporcionan apenas medio gramo de impulso, suficiente para –sin prisa- alterar su posición o trayectoria.

Otros satélites se destinarán a estudios sobre la Luna. LunIR y Lunar Ice Cube deben operar desde la órbita lunar, buscando la firma característica de ciertas emisiones de bases, en particular agua y otros elementos volátiles. Eso sí, su viaje será largo. Ice Cube, por ejemplo, sigue una trayectoria que tardará tres meses en alcanzar la Luna. Ha de ser así porque se trata de llegar allí con muy poca velocidad de forma que el pequeño motor de a bordo (también de propulsión eléctrica) pueda frenarlo y forzar su entrada en órbita.

La presencia de agua en la superficie lunar es el santo grial de muchas exploraciones. El satélite LunaH-Map intentará detectar hielo oculto hasta una profundidad de un metro. Su órbita le llevará a pasar sucesivamente sobre los polos de la Luna, concretamente por la vertical del cráter Shackelton, uno de los más prometedores, situado justo en el polo Sur.

Para localizarlo se utiliza un detector de neutrones, básicamente, un cristal de litio, cesio e itrio que destella brevemente al recibir un impacto. Este método ya se ha empleado en otras sondas, en concreto para la búsqueda agua en Marte, pero en Luna-H Map, aprovechando que volará muy bajo, permitirá componer mapas de distribución de hielo con mucha más resolución.

La agencia japonesa ha aportado dos satélites a esta misión. EQUULEUS analizará el plasma presente en las proximidades de nuestro satélite, un factor importante para prever la protección de futuros astronautas. Y también los destellos producidos cuando un meteorito impacta sobre la Luna.

Los miembros del equipo EQUULEUS (EQUilibriUm Lunar-Earth point 6U Spacecraft), mientras preparaban su CubeSat para su lanzamiento en la misión Artemis I.
Los miembros del equipo EQUULEUS (EQUilibriUm Lunar-Earth point 6U Spacecraft), mientras preparaban su CubeSat para su lanzamiento en la misión Artemis I.NASA

Como los demás, EQUULEUS también lleva su propio sistema de propulsión: un motor de agua. Carga litro y medio que, calentado a 100 grados, se convierte en vapor que se expulsa por las toberas. No ofrece mucho impulso. Más o menos, como un motor iónico.

El otro satélite japonés, OMOTENASHI es el único de los diez que debía posarse en la Luna. Eso sí, empleando un método algo violento. La cápsula, de 700 gramos, frenaría su descenso disparando un pequeño motor a solo 100 metros de altura. A partir de ahí, seguiría en caída libre, amortiguando el impacto mediante un airbag. A bordo, solo dos instrumentos: Un detector de radiación y –naturalmente- un acelerómetro para medir la crudeza del golpe.

No es la primera vez que se utiliza este método. Ya en los años sesenta, la NASA envió a la Luna tres sondas de la seria Ranger, que debían depositar un sismómetro en la Luna. El instrumento iba envuelto en una esfera de madera de balsa, un material libero que debía deformarse en el impacto, absorbiendo así buena parte de la energía del choque. Ninguna de las tres consiguió su objetivo.

Siguiendo esa triste tradición, OMOTENASHI tampoco ha tenido éxito. Tras una serie de problemas con las comunicaciones, el día 21, la agencia japonesa anunció por Twitter que daba por perdido a su pequeño explorador.

Otro, en cambio, puede haber tenido más suerte. O no. Es el NEA Scout, un pequeño satélite equipado con una vela solar desplegable de nueve metros de lado. Como los yates de competición, se diseñó para navegar por el espacio impulsado solo por la tenue presión del viento solar. Su objetivo, un diminuto asteroide descubierto hace un par de años que ni siquiera tiene nombre, tan solo una clave: 2020GE.

2020GE es uno de los objetos cuya órbita puede aproximarlos a la Tierra. En concreto, en septiembre del año próximo llegará a sólo seis millones de kilómetros. Por esa fecha estaba previsto que el velero solar se le aproximase en un sobrevuelo a cámara lenta (apenas a 100 Km/h), lo que permitiría a sus cámaras apreciar en su superficie detalles de 10 centímetros. Por desgracia, no está claro que la operación vaya a tener éxito. De momento, las estaciones de rastreo no han podido establecer contacto con el satélite.

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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