La pandemia no toma vacaciones
Los humanos hemos bajado la guardia. El virus, no
Llamadme cenizo –mis amigos lo hacen—, pero vuestras ansias de verano y playa, turismo y montaña y descompresión no son una buena guía de actuación en estos tiempos oscuros que solo podemos gestionar con la razón. Deponed vuestros apetitos sensuales y pensad de nuevo en la tempestad que nos rodea, porque los últimos días nos han reconfirmado, por si hiciera alguna falta, que nuestro gran problema no es una segunda ola pandémica, sino que no hemos logrado salir de la primera. Si creéis que el virus se ha atenuado o, ya en el colmo de la ingenuidad, que ha desaparecido de nuestro entorno estáis tan equivocados como las víctimas de un tsunami que se acercan a la playa a contemplar la retirada de las aguas, porque ese pasaje casi bíblico solo presagia la inminente catástrofe.
El optimismo veraniego tiene seguramente una naturaleza hormonal y por tanto no se aviene con los datos. Solo en España hay 70 rebrotes abiertos, y los de Cataluña, Galicia y Aragón han logrado duplicar las cifras de nuevos contagios del país. Si no fuera por lo delicado de la situación, tendría gracia que ciertos territorios que clamaban por recuperar sus competencias sanitarias y creían que eso iba a mejorar su economía se vean ahora en la necesidad de reescalar la desescalada. Qué ridículo más espantoso, y qué malas son las religiones.
“Deponed vuestros apetitos sensuales y pensad de nuevo en la tempestad que nos rodea”
Fuera de nuestras sagradas fronteras las cosas van aún peor. La deplorable gestión de la pandemia por Donald Trump y Jair Bolsonaro, por citar dos ejemplos tontos, está costando miles de vidas de estadounidenses y brasileños, por no hablar de sus previsibles efectos globales. Trump tiene a su lado a algunos de los mejores virólogos y epidemiólogos del mundo, pero prefiere creer en su propia visión miope y torpe de empresario del ladrillo, que es lo que es. Niega las evidencias, desoye a sus asesores científicos y estimula a los gobernadores afines a hacer exactamente lo incorrecto, como retrasar todo lo posible el confinamiento y levantarlo antes de tiempo. Las consecuencias están a la vista de todo el mundo –gracias a las instituciones científicas del país que todavía funcionan— y se miden en infección y muerte.
Los efectos devastadores de esta política cerril trascienden la mera dinámica del virus. Trump acaba de formalizar su retirada de la Organización Mundial de la Salud, demostrando que su amenaza de mayo no era un farol. Lo único que puede detener esa decisión dañina es que Joe Biden, el candidato demócrata, le gane las elecciones en noviembre. En caso contrario, la única gobernanza sanitaria global se verá en graves problemas. El programa de erradicación de la polio en África patinará, condenando a miles de niños a una parálisis de por vida; los sistemas de alerta de brotes epidémicos se quedarán cojos, y los planes de control de las superbacterias flotarán a la deriva, por citar tres cosillas. Ya puedes volver al chiringuito.
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