Puertas al campo
La pandemia no ha inventado los bulos, pero los ha multiplicado hasta niveles dolosos
Que la gente se trague que Vladímir Putin ha soltado 500 leones por las calles de Moscú para estimular a los ciudadanos a quedarse en casa, como sostiene una teoría muy popular en las redes sociales, no supone un obstáculo para la gestión de la pandemia, por más que pueda revelar un serio problema de salud mental en el primo o cuñado que ha ingerido la noticia. Pero hay otros bulos contagiosos que cruzan la línea roja. Por ejemplo, el que dice que comer lechugas de mar, unas algas verdes del género Ulva, evita que cojas la covid, o el que asegura que aguantar la respiración contando hasta 10 sirve como un test para el coronavirus. Estas estupideces ponen en peligro la vida de la gente, y un buen abogado podría construir un argumento penal para poner a la sombra a sus emisores. Si alguien le pagara por ello, desde luego, lo que no es el caso.
El problema no es en absoluto la indiferencia del público. GlobalWebIndex, una compañía de investigación de mercado, ha hecho una prospección en 13 países que muestra que dos de cada tres encuestados han aumentado su sed por las noticias durante la pandemia. Y cuando digo noticias no quiero decir cualquier montón de basura que aparezca en una red social, sino a noticias fiables según los seculares criterios periodísticos. El problema para la mayoría de la gente es descubrir ese silencioso tesoro de información en mitad del ruido ensordecedor de la falacia, la estupidez humana y el interés inconfesable. “Infodémica masiva”, lo llama la Organización Mundial de la Salud (OMS). A mí se me ocurren otros nombres, pero no voy a decirlos.
Un médico puede tardar dos semanas en salvar la vida a un paciente de covid, pero un mentiroso puede quitársela en un segundo
El escritor científico Nic Fleming informa en Nature sobre Calling Bullshit (detectando chorradas), un curso para identificar bulos organizado por el científico de datos Jevin West, de la Universidad de Washington en Seattle, y que saldrá en agosto en forma de libro. West piensa que los científicos deben dar la cara para enfrentarse a la desinformación, porque eso evitará que los políticos y los ciudadanos se enreden en un laberinto de senderos que se bifurcan y que a la larga solo puede costar vidas. Un médico puede tardar dos semanas en salvar la vida a un paciente de covid, pero un mentiroso puede quitársela en un segundo. West y sus colegas han estado muy ocupados en estos meses. La pandemia no ha inventado las fake news, pero las ha multiplicado hasta niveles dolosos. Desde oler sésamo hasta hacer gárgaras con agua salada pasando por respirar vapores de aceites esenciales, cualquier cosa ha servido en estos meses para intoxicar a los incautos y rematar a los enfermos.
Ante cualquier iniciativa para frenar la propagación de la mentira en las redes, los pragmáticos se encogen de hombros y dicen que no se puede poner puertas al campo, pero esto es otra falsedad. Sí se puede. Solo hay que tener la voluntad de hacerlo y dos dedos de frente.
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