El sentido de la vida ciudadana
¿A dónde va toda esa gente que camina por la calle?
Convencido de que mi vida no tiene ningún sentido bajé a vagar por las calles para comprobar si las vidas de mis conciudadanos conducían a alguna parte o la existencia de la Humanidad era un mero error en el cálculo cósmico. Porque, ¿a dónde se dirigen todas esas personas que caminan por la calle? Siempre parecen atareadas, con propósitos definidos, pero tal vez vivamos en una ciudad de almas en pena que vagabundean disimulando su desesperación ante el absurdo.
En Cascorro me detuve a elegir a un espécimen al que seguir: una mujer que tiraba de un carrito de la compra con una gran bolsa encima. No tardó en llegar a su destino: una de esas lavanderías callejeras que ahora proliferan y en las que los protagonistas de las películas estadounidenses se deprimen y se enamoran.
Bajé Embajadores siguiendo a un hombre con una chaqueta de piel marrón y en la lejanía vi a un amigo poeta que subía la calle. Crucé para no detenerme a hablar con él y me topé con su pareja, con la que no tuve más remedio. Más abajo me topé con otro amigo y sus dos hijas. Y más abajo con otra amiga y su recién nacido. No sé a dónde se dirigían geográficamente estos ciudadanos, pero sí percibí alguna meta vital: la reproducción de la especie.
Decidí virar a la izquierda siguiendo a un grupo de tres extranjeras que muy alegremente paseaban hacia la plaza de Lavapiés con las risotadas que suelen proferir los turistas en el ejercicio de su inconsciente alegría, ahí me cambié de carruaje y me adosé a cuatro señores de traje, dos agentes inmobiliarios y dos clientes que caminaban por el puro centro de la calle Argumosa, señalando a los edificios, a los balcones, como si la ciudad fuese suya, como si estuviesen a punto de comprarlo todo derramando un bolsa de doblones de oro sobre un despacho lejano.
Cerca de Atocha, por donde el Reina Sofía, me enganché disimuladamente a un hombre que cogió por Santa María de la Cabeza y luego cruzó perpendicularmente a Delicias. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de su abrigo verde militar e iba escuchando los cascos embozado en su bufanda de cuadros escoceses. Caminaba a ritmo cambiante, supongo que relacionado con la música en sus auriculares.
Su trayectoria no tenía sentido: subía calles que luego bajaba, pasaba varias veces por el mismo lugar, no entraba en ninguna parte ni se paraba en nada, solo a veces a mirar algún escaparate o a alguna persona que pasaba. Cuando empezó a anochecer enfiló el puente que une Legazpi con Usera y allí dejé de seguirle, porque entendí que era alguien que vagaba como yo y que nunca iba a llegar a ningún sitio. De vuelta reparé en unos pasos que sonaban a mi espalda.
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