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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Para qué sirve la independencia

La secesión se ha demostrado extremadamente difícil. No es el caso de la idea tan deslumbrante como abstracta de la independencia, si son capaces de convertirla en acción política eficaz y diálogo

Lluís Bassets
Miles de personas escuchan a Puigdemont durante la declaración fallada de independencia, el 10 de octubre de 2017.
Miles de personas escuchan a Puigdemont durante la declaración fallada de independencia, el 10 de octubre de 2017.Susana Vera (Reuters)

La dificultad enorme, máxima, casi hasta la imposibilidad, radica en la secesión, no en la idea de independencia, a fin de cuentas tan eficaz en cuanto a bandera como abstracta e inconcreta en cuanto a concepto político. Lo saben los británicos y lo sabemos los españoles. Separar bruscamente, de un día para otro, lo que ha estado unido durante decenios e incluso siglos no es imposible, pero entraña una gran dificultad. Basta repasar la historia para darse cuenta de que la excepción es la secesión pacífica y la regla es la accidentada y costosa, violenta, a veces violentísima. Solo el hundimiento de los imperios, fruto inevitable en muchos casos de enormes guerras internacionales, o las guerras civiles, con frecuencia asociadas al hundimiento de las agregaciones imperiales, producen secesiones rápidas, claras, ineluctables, aunque casi siempre sangrientas.

El caso británico es ejemplar. El independentismo de los brexiters parte de una idealización del pasado imperial que nada tiene que ver con la realidad británica contemporánea. Los 46 años de permanencia en la Unión Europea han marcado a la sociedad británica y a sus instituciones de forma tan intensa que costará mucho tiempo, quizás tantos decenios de secesión como los hubo de unión, para que desaparezcan las trazas de la UE. Incluso es posible que la secesión sea imperfecta y la UE regrese por la ventana después de haber salido por la puerta: en cooperación policial, militar, de defensa y seguridad, por ejemplo.

En el caso español, la secesión catalana todavía es más quimérica. No tan solo por las evidentes dificultades institucionales y constitucionales internas, sino también por la aversión europea e incluso internacional a la centrifugación del poder, a los cambios de fronteras y a las disputas de soberanía. Las estructuras y conceptos que hay que romper se remontan a la Paz de Westphalia, hace nada menos que 370 años. Una dificultad añadida son los límites de su popularidad. Los catalanes no somos kurdos ni palestinos. En Europa la causa secesionista suscita simpatías desiguales. Inquieta, divide y se percibe como una secesión del bienestar, egoísta, capaz de suscitar solidaridades también en la extrema derecha.

Si se quiere revitalizar el autogobierno, se han de reconstruir aquellos amplios consensos catalanistas

Y un argumento más, el último. La mayor dificultad no es exterior, sino estrictamente interna de la sociedad catalana. Su ascenso rápido y enérgico, políticamente impresionante, ha roto súbitamente los viejos consensos culturales, fiscales y lingüísticos de los catalanes sobre los que se había construido un amplio autogobierno, el mayor de la historia de Cataluña y uno de los mejores de Europa, que es como decir del mundo. Como reacción, ha aparecido una Cataluña catalana pero también española, que de ninguna manera quiere la secesión ni está dispuesta a seguir el camino trazado por un secesionismo al que considera desleal: a la Constitución, al Estatuto asentado sobre la pluralidad catalana y a la mitad de la Cataluña que se siente engañada por la ruptura unilateral del consenso (el consentimiento, en expresión de Antón Costas).

La dificultad catalana inminente no gira alrededor del peligro secesionista, sino en la depresión catalanista y en la degradación de la democracia y del autogobierno, provocadas ante todo por el uso de las instituciones para una causa divisiva que no llega a movilizar ni tan solo la mitad de los catalanes. Si se quiere revitalizar y mantener el autogobierno, no digamos ya ampliarlo y profundizarlo, será imprescindible reconstruir aquellos amplios consensos catalanistas que el secesionismo aventurero e irresponsable rompió. No se hará, como es lógico, alrededor de la idea de ampliar la base del independentismo, tal y como predican los fabricantes de tópicos secesionistas, sino recuperando los consensos transversales, en Cataluña y en España.

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El secesionismo deberá renunciar, naturalmente, a la idea de una separación brusca, súbita, no digamos ya unilateral, para profundizar en la legitimidad de su idea de independencia. Nada debe quedar del supuesto derecho a la secesión exhibido como un derecho humano fundamental e inexistente en la vida jurídica y constitucional nacional e internacional. Mejor arrumbar, en consecuencia, la visión salvífica de unas urnas desplegadas una vez, un día, convertidas en la llave de una libertad inventada y de una república del aire. Ni referéndum, ni consulta.

El secesionismo deberá renunciar a la idea de una separación brusca, súbita, no digamos ya unilateral

Aun así, la independencia es una idea que puede cobrar sentido, debidamente desgajada de los errores y de los ensueños que han llevado al actual naufragio. Es legítimo e incluso normal que los ciudadanos de Cataluña queramos para nuestro país las más altas cotas posibles de autogobierno. Basta repasar la historia para comprobar que no es una tarea fácil. Precisa consensos internos muy sólidos y persistentes. Ahora están rotos y hay que recuperarlos si se quiere perseguir el objetivo, algo que no conseguirán los dirigentes que han traicionado e incumplido sus promesas, han engañado a los suyos y a los otros, y en algunos casos incluso se han enriquecido en un viaje tan inmoral como irresponsable.

También se precisan consensos externos. A santo de qué el conjunto de la ciudadanía española y sus instituciones democráticas, perfectamente reconocidas y homologables, se someterán a procesos de chantaje y a escaladas de radicalidad e incluso de violencia, como instrumento para ampliar el autogobierno catalán. El camino transitable es exactamente el contrario al emprendido desde 2012 bajo el nefasto liderazgo de Artur Mas, el presidente que quiso hacer una transición catalana hacia un Estado propio y ha puesto en peligro la prosperidad de Cataluña, ha degradado su autogobierno y ha dividido y desprestigiado al catalanismo.

La secesión se ha demostrado extremadamente difícil. No es el caso de la idea tan deslumbrante como abstracta de la independencia, si quienes la defienden son capaces de convertirla en acción política eficaz, en capacidad de transacción y de diálogo y en reconstrucción de la transversalidad democrática catalanista a partir de una voluntad reformista radical, pero siempre desde el respeto a la convivencia, a la Constitución, al Estatuto de Autonomía y a nuestros compromisos de integración europea.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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