Vermú en barrio rico frente a vermú en barrio pobre
La fiesta de la democracia se vive, se bebe y se come en barrios de Madrid tan dispares como Vallecas y Chamberí. Y estas son las diferencias
Día electoral. Sol, domingo y fiesta de la democracia. Todo lleva a la celebración, una celebración previa, la de antes de conocer los resultados. Es el momento en que todo el mundo se cree ganador y sale a brindar, a tomar unas aceitunas y a charlar con la familia, los amigos o los compañeros de bar. La fiesta de la democracia se vive, se bebe y se come en barrios de Madrid tan dispares como Vallecas y Chamberí. Y estas son las diferencias.
El vermú obrero y vallecano, por Sergio C. Fanjul.
Menudo croquetón. La gambita. El boquerón en vinagre. La caña bien tirada que golpea con fuerza contra la barra metálica. Es la hora de vermú en el distrito de Puente de Vallecas. En una taberna frente a un colegio electoral el vecindario arma jaleo. “Para mí esto es todavía jornada de reflexión”, dice uno mientras empina el codo. “Pues yo si reflexiono mucho igual ni voto”, le contesta otro. Dos jamones cuelgan contra la pared, disimulando.
Hace sol y hay ambientillo, las terrazas se petan, las frutas que exponen las fruterías refulgen como en un cuadro expresionista. Una madre le trata de tirar a su hijo un pañuelo húmedo desde el balcón. El niño se limpia la zapatilla con otro papel: “Para esto sirve la propaganda”, ríe.
Camino del barrio de Entrevías, el de renta más baja de la capital según la Agencia Tributaria, las paredes están plagadas de carteles de los partidos de izquierda, hasta los más raros, mezclados con llamadas anarquistas a la abstención. Pasan dos punkis de pelo azul con perro, que seguro no van a participar en la fiesta de la democracia.
“Si ese tuviera que recoger aceituna no montaría a caballo”, dice un señor mayor con pendientes de crucifijo dorado a lo George Michael y cierta mala leche, “ese terrateniente se cree que toda Andalucía es suya”. Vallecas es el barrio obrero por excelencia y uno de los distritos del sur que votaron mayoritariamente en las anteriores elecciones a Manuela Carmena, partiendo la ciudad en dos y dejando el norte al Partido Popular: los dos madriles.
Y como es un barrio de clase trabajadora, se habla de trabajo. “Aquí se trabaja mucho”, cuenta un hombre de acento caribeño en una bodega de la calle Monte Igueldo, “se acaba la jornada y todavía hay que trabajar más”. Otro asiente: “Si eres autónomo siempre tienes lío; a mí se me jode una máquina y pierdo 1.200 euros”. Fuera suena el altavoz de los chavales reguetoneros, del que sale una voz machirula: “Desde que te fuiste tengo la casa llena de muhere”.
Cuando llega la abuela Pepa se monta cierta algarabía, le ponen una silla. “Yo vengo de votar y ahora vengo a lo que vengo”, dice mientras alguien ordena una clara con mucho alcohol y poca gaseosa. Al fondo, bajo la tele, una niña juega con una muñeca vestida de rojo, como si la muñeca dijera: “Yo voy a votar, yo voy a votar”. Es la muñeca electoral. Un chaval habla por teléfono: “Oye, si ayer estaba para fiestecitas, hoy estarás para votar…”.
La pantalla de la tele es la que marca el ritmo a los filósofos de la barra. Cuando se van los candidatos y sale el fútbol, se habla de fútbol. Cuando aparece el premiado Antonio Banderas, la conversación se torna cinéfila. “A mí Almodóvar me parece que tiene buenos guiones, que dirige bien, pero no me parece un buen cineasta”, argumenta un vecino blandiendo un botellín. “Pues a mí nunca me apetece ver sus películas, pero luego me gustan”, le responden. “Eso sí, menos la del avión”.
Fuera, una vieja de luto rebusca en el contenedor de basura.
Un domingo cualquiera, por Nieves Concostrina
El paseo de Eduardo Dato está tranquilo en lo que a tráfico se refiere. Fluido. Apenas coches. Sin atascos. Díaz Ayuso no estaría cómoda.
La terraza del Richelieu, en cambio, está petada. Las mesas de dentro, acaparadas por una única familia de unos 12 o 14 miembros que no han encontrado hueco fuera. A simple vista se ve que son abuelos, quizás también una tía abuela, hijos, hijas, cuñados, algún sobrino nieto y otros dos nietos adolescentes con cara de pavos hartos de cumplir con ese trámite semanal: el aperitivo dominguero familiar.
La barra, toda ocupada, pero con muchos huecos desperdiciados porque los clientes repanchingados en sus taburetes se han colocado estratégicamente para que nadie se ponga al lado. Es difícil hacerse hueco. Cuatro señores solos —dos leyendo La Razón, uno el ABC y el cuarto mirando en su smartphone un artículo sobre la sordera—, ocupan prácticamente todo porque cada uno de ellos ha dejado un mínimo hueco en el que no hay forma de que se encaje nadie. No queda otra que quedarse en segunda fila y hacer guardia hasta que uno se levante. Por fin uno de ellos pide la cuenta, tira la American Express oro en la barra y paga una copa de champán y un Manhattan que acaba de meterse entre pecho y espalda. Una mezcla, como poco, extravagante. Afortunadamente, los aperitivos empapan bien. Un platito de chorizo, salchichón, queso y picos, otro de patatas fritas y otro de aceitunas. Qué derroche.
Por fin pillamos hueco. “Dos cervezas, por favor”.
Los camareros no paran. No parecen simpáticos, pero sí muy profesionales, concentrados en lo suyo.
Acaban de dejar a mi lado un platillo con cuatro euros y cincuenta céntimos. Es la vuelta de alguien que ha dejado un billete de diez para pagar una copa de Ribera, según veo de reojo en el ticket. Pero nadie la recoge. Joder, qué poderío de propina; cómo se nota que por aquí manejan. Un camarero recoge el platillo un par de minutos después, y solo pasan dos minutos más cuando uno de los clientes solitarios que está dos metros más allá reclama la vuelta de su copa de vino. “Ya se la hemos dado, caballero”, responde el barman. “De eso nada. Llevo esperándola un buen rato”. Camarero y cliente se cruzan miradas desafiantes y no me queda más remedio que terciar porque he sido testigo de la confusión. “Perdonen, creo que la vuelta la han dejado a mi lado, y como nadie la recogía, ese otro camarero se la ha llevado”. Los dos me miran mal. El camarero por meterme donde no me llaman y el cliente porque cree que estoy defendiendo al camarero. Quién me mandaría…
Y encima no cumplo mi objetivo. Allí nadie comenta nada. Nadie habla de las elecciones. No están preocupados por la zoofilia en las escuelas, ni por los mercadillos donde las ucranianas alquilan sus vientres, ni parecen echar de menos los atascos… En el fondo todos saben que, aun poniéndose en lo peor, nadie les impedirá seguir disfrutando de su vermú cada domingo a 5,50 euros en barra y 5,70 en mesa.
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