Todos los oasis son oasis perdidos
El viajero, escritor y fotógrafo Jordi Esteva revisita las islas verdes del desierto egipcio en un libro que es un canto nostálgico a un mundo casi desaparecido
"Cinco son los grandes oasis de Egipto", empieza Jordi Esteva acodado en una mesa de Laie como un Simbad de las arenas mientras señala en un mapa que se extiende desde su café al mío. "Siwa, Bahariya, Farafra, Dahla y Jarga". La tarde se precipita hacia un horizonte de nostalgia y aventura mientras el viajero, escritor, fotógrafo y cineasta habla pausadamente y yo le echo de reojo un vistazo al libro que me ha regalado, The Lost Oasis, de Ahmed Hassanein Bey, que en la foto de la portada, ataviado de beduino, tiene un aire del propio Esteva. Hassanein Bey (luego pasha y sir) fue, claro, uno de los grandes pioneros de la exploración del desierto líbico -y piloto y esgrimista-, el hombre que precedió al conde Almásy en las dunas y en los oasis perdidos de Arkenu y Uweinat. Pero el libro del que ha venido a hablar Jordi Esteva es el suyo de fotografías (80, en gran formato), la preciosa reedición de Los oasis de Egipto, un libro que publicó en 1995 en Lunwerg (y que se agotó rápidamente) y que ahora aparece en coedición de RM y el Museu Egipci de Barcelona con nuevos textos, diez imágenes inéditas que ha podido recuperar y gran esplendor gráfico merced a un nuevo revelado y un tiraje cuidadosísimo de las fotos.
El libro ha adquirido además en estos casi 25 años, señala Esteva, un sentido distinto: es el testimonio de unos lugares, los oasis egipcios, que han cambiado tanto que en puridad han desaparecido. Se han convertido en oasis perdidos, como los de las leyendas del desierto -como el mítico Zerzura-, a los que ningún viajero podrá regresar jamás. "Fui a los oasis hace tres décadas, en el 85, sus paisajes y sus gentes me hechizaron. El viaje surgió a partir de una estancia en El Cairo y una exposición que hice sobre los derviches de Omdurmán. El escritor Mohamed Seif, al que le interesó mi trabajo, me invitó a visitar el oasis de Dahla, del que procedía su familia". Esteva, que luego los recorrió todos, afirma que desde el principio sintió una atracción por los oasis y una afinidad con ellos como nunca ha tenido con otro lugar. De hecho, los que lo conocen saben que su patria de adopción es Siwa, el más al norte, sobre el Mar de Arena, el afamado oasis de los amonitas donde Alejandro Magno recibió la confirmación de su destino de monarca universal, además del marchamo de hijo del dios Amón, y un lugar que mantenía costumbres preislámicas tan curiosas como las bodas homosexuales entre propietarios y jóvenes aparceros.
De los oasis que visitó, Esteva se trajo "la visión de los templos faraónicos semienterrados, las necrópolis romanas, las murallas de las ciudades islámicas, el haber dormido en pueblos de barro sacados de un cuento, el recorrer callejuelas de textura orgánica a punto de palpitar, el haber asistido a ceremonias de trance" (que le gustan tanto), "a circuncisiones y a una sesión de tatuaje combinada con la antigua medicina del desierto". Lo oyes hablar, te abismas en sus fotos y es como sentir el quibli (el siroco) en los ojos y el sabor de los dátiles en la boca, por ponernos a su altura poética. Allí, en los oasis, actuó como un cazador paciente empuñando su cámara. "Buscaba la hora, perseguía las sombras y esperaba el momento. Quería atrapar el espíritu del lugar".
Le cautivaron dice la sencillez y el valor de las cosas en esos lugares apartados y prístinos. "El cuenco de agua fresca del manantial, el pan recién hecho mojado en aceite, el té en el suelo calentado con las ramas de un arbusto, el baño en una poza de agua cristalina". Aquel viaje a Egipto acabó mal, con una acusación por conspiración y un encarcelamiento. Al poder regresar años después, "me sorprendió ver que todo aquello que conocí había desaparecido en los oasis. Por la globalización, por el avance del islamismo, por la modernización. Las casas de adobe, sustituidas por cemento; las herramientas tradicionales del campo, las propias técnicas de labranza o hidráulicas -las norias de fuerza animal cambiadas por bombas de patente china- que se mantenían desde tiempos faraónicos y romanos, la vida tradicional... ya no están, el paso del tiempo se lo ha llevado todo, también a muchas personas que conocí y han muerto".
Actuó como un cazador paciente empuñando su cámara. "Buscaba la hora, perseguía las sombras y esperaba el momento. Quería atrapar el espíritu del lugar"
Eso ha hecho que el libro tomara un valor que no tenía antes, de excepcional testimonio etnográfico, y también a la vez una carga de melancolía que empapa como una pátina los textos y las fotos. "No hay que volver a los lugares en que has sido feliz", reflexiona Esteva, que no obstante no descarta regresar a Siwa para un nuevo proyecto.
El autor no tiene problemas ya con las autoridades de Egipto (aunque siempre pega un respingo involuntario, afirma, en el control de pasaportes), pero los oasis, advierte, no son muy recomendables en la actualidad por la proximidad de la desestabilizada Libia y el miedo del Gobierno egipcio a que pase algo a los viajeros y vuelva a salir perjudicado el sector turístico, tan frágil.
En sus fotos de los oasis, Esteva muestra paisajes y personas. "Me gusta mucho la gente cuando están en actitudes cotidianas, descansando, con sus camellos, tomando el té, discutiendo o contando historias de cómo encontraron una vez oro o casaron a la hija incasable". El libro se cierra con una impresionante y emotiva foto de una tormenta de arena en Dahla, como si cayera un telón irremediable sobre los viejos, lejanos oasis.
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