La isla del ave Roc
No puedo aceptar que el verano ha terminado. Cierro los ojos en esta cálida bonanza que hace aún más insufrible el recuerdo de las vacaciones y la felicidad perdidas, y ahí está la isla: el mar destellante, el cielo luminoso y las lagartijas como esmeraldas vivas sobre la arena. Decía Larry Durrell que los amantes de las islas, los "islomaniacos", son, somos, descendientes de los atlantes, quién sabe... Mi isla es pequeña y cercana, se mece en una popular canción y alienta el renovado milagro de la esperanza y de la dicha; poco más -sí: una casita de pescadores, una flor amarilla sobre una mesa azul, un pájaro y un sendero-. Pero hay otros soñadores de islas más grandes. Enamorados de islas apartadas y legendarias. Pedazos de islas. Está Judith Schalansky, autora del maravilloso Atlas of remote islands (Particular Books, 2010), en el que documenta 50 islas realmente lejanas, con sus mapas, que parecen salidos del mismísimo baúl de Billy Bones. Y está Jordi Esteva, viajero a la mítica Socotra, la isla de los genios y del ave Roc, el pájaro gigante de Simbad y Marco Polo.
El viajero Jordi Esteva nos lleva de la mano a Socotra, el lugar de sus sueños de infancia
El libro de la joven autora alemana es un pasaporte a las ínsulas más distantes, muchas deshabitadas y apenas exploradas. Una de ellas, la isla de Pedro I, en la Antártida, ha sido pisada por menos hombres que la Luna. Y la isla de Campbell es tan desolada que, escribió el navegante Bouquet de la Gryre, su mera visión infunde tristeza. Al contrario, en Pukapuka, señaló el viajero estadounidense Robert Dean Frisbie (!), la desnudez es un hábito; el sexo, un juego, y no existe palabra para la virginidad ni para los celos. En el atlas de Schalansky -me niego a hacer un juego de palabras entre su apellido y la locura por las islas- no faltan Pitcairn, Floreana, Tristan da Cunha, Más a Tierra (la isla de Selkirk, el real Robinson Crusoe) o la isla de Saint-Paul, en el Índico, en la que dos de sus tres únicos habitantes, dos franceses que se hacían llamar "el gobernador" y "el súbdito", se comieron al tercero, un mulato, seguramente como plato del día (viernes).
Quedé con Jordi Esteva, nuestro mejor escritor de viajes, para hablar de su isla y del libro que le ha consagrado (Socotra, la isla de los genios, Atalanta, 2011: una delicia). Llegué masticando todavía el nombre de otra isla, Fangataufa, en las Tuamoto. Me sorprendió encontrar al romántico aventurero y fotógrafo ataviado con indumentaria de estilo rumbero, incluido sombrero de patriarca gitano. Le pedí de entrada que pronunciara el nombre de su isla yemení como hacen los árabes: "Su-cu-traaa". Y la palabra quedó ahí, bellísima y misteriosa, iluminando el mediodía en la terraza del Café di Francesco.
Socotra está en el Índico, a la entrada del golfo de Adén, a 25 kilómetros del Cuerno de África y a casi 400 de las costas de Arabia. Pero sobre todo está en los sueños de Jordi desde niño. Dicen que Socotra, la isla imposible, aparece y desaparece, para escarnio y tormento de los navegantes, incluido el gran Ibn Majid. Lo reúne todo: el draco, el árbol del dragón de savia rojo sangre; el áloe sanador que anhelaba Alejandro Magno y con el que se embadurnaban los gladiadores romanos; la ambicionada mirra; leyendas de brujas y piratas, de magos y nigromantes, de genios que se transforman en princesas o civetas, y hasta, como queda dicho, el ave Roc -conocida asimismo como Ruck, Simurgh, Anja o, en Socotra, pájaro Bishush-. También se dice que la isla albergó una base de submarinos de la URSS durante la guerra fría...
"Es mi libro más reflexivo, más personal, todo lo que busco acaban siendo fantasías, el ave Roc, claro, y el templo perdido de Zeus Trifilio, o el Príncipe Serpiente... ¿Decepción? No, no, lo importante es soñar, el sueño está cumplido, lo que pasa después ya no importa; aunque, como decía Capote, líbrenos Dios de las plegarias atendidas". Nos quedamos los dos rumiando la frase. "Al irme adentrando en la isla con esa gente tan maravillosa que son los socotríes", continuó Jordi, "iba profundizando dentro de mí, en un viaje paralelo, iniciático". Resultaba raro oír hablar así a alguien tocado como Gato Pérez, pero la voz, las maneras y las historias de Esteva son tan hipnotizantes y arrulladoras como el qat, el bango -la potente marihuana sudanesa-, el opio cairota o el mayún, el dulce de miel y polen de hachís que hizo un día que Jordi (que al parecer se lo ha metido todo) corriera desnudo sobre la nieve del Atlas. Le señalé que su nuevo libro, más esencial, compacto y maduro que esa joya que es Los árabes del mar (Península, 2009), comparte sin embargo la misma fórmula del recuerdo y de las historias dentro de las historias, el recurso de Las mil y una noches, precisamente. Convino en ello. Jordi es ya un viajero de vuelta de todo. Ha cumplido los 60 y hoy viene precisamente de recoger la tarjeta rosa de los transportes públicos. Ya no le mueve tanto la curiosidad como el deseo de escuchar. "Me interesa la memoria, lo que cuentan los ancianos, viajar de personaje en personaje". En Socotra le facilitó las cosas hablar árabe y que le esperara el nieto del último sultán de la isla, que ya es recomendación. Mientras apurábamos las bebidas, Jordi evocó los adenios, esos árboles que parecen pequeños baobabs, y las camellas -en ese instante pasó ante nosotros, les juro, el padre Apeles-. Hablamos de pájaros -reales-, de los buitres de Socotra, de los cormoranes sobre el mar violeta... El final de su libro nos lleva a las alturas de Al-Haggar, donde desde una vertiginosa cornisa el autor conjura a gritos al ave Roc, "que dejó de volar cuando los hombres dejaron de creer en ella"...
"En el corazón de mi isla perdida yo me sentía feliz", concluyó Jordi Esteva con una nota de nostalgia. Y mientras él se marchaba hacia su mundo de lejanías y trances, yo asentí y dije adiós a mi propia isla, a mis sueños y al verano.
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