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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

República simbólica, cárcel de verdad

Diga lo que diga la sentencia en el juicio a los líderes independentistas, la acusación de rebelión ya tuvo los efectos que buscaba el gobierno del PP: descabezar al movimiento secesionista

Enric Company
Soraya Sáenz de Santamaría, en 2017 en Girona.
Soraya Sáenz de Santamaría, en 2017 en Girona.efe

En su reacción a la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el Estatuto de Autonomía , el independentismo catalán se fue metiendo poco a poco, pero sin pausa, en una confrontación con los sucesivos gobiernos de Mariano Rajoy que, de manera a menudo inconsciente, le llevó a dar batallas en las que se jugaba todo o nada. La escalada registrada desde 2012 hasta octubre de 2017 elevó los riesgos a niveles inicialmente no previstos y condujo a un estadio en el que, si perdía, corría el riesgo de perder también el autogobierno de que disponía, por mellado que fuera, y quizá alguna cosa más. Si ganaban, los líderes soberanistas pasaban a ser los colosos que levantaban la nación. Si perdían, irían a la cárcel. Perdieron. El último capítulo de esta historia no está escrito y ahora queda por fijar la magnitud del desastre. Los antecedentes son sombríos.

El delito de rebelión que se imputa a los dirigentes independentistas no es una novedad en la historia de este país y solía conllevar la pena de muerte. Junto con el de auxilio y adhesión a la rebelión, o el de traición, es uno de los que el Gobierno de la Segunda República aplicó a muchos de los generales sublevados en julio de 1936. Es el que los propios sublevados aplicaron a su vez contra compañeros de armas que cayeron en sus manos pero se negaron a seguirles y se mantenían fieles al gobierno legítimo de la República. Es el que en 1940 llevó ante el pelotón de fusilamiento al presidente de la Generalitat Lluís Companys y al ministro de la Gobernación republicano Julián Zugazagoitia. Y es el que, ya abolida la pena capital por la Constitución de 1979, se aplicó a los generales Jaime Milans del Bosch y Alfonso Armada y al teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero por el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. La lista de ejemplos podría ser mucho más larga. La rebelión nunca ha sido una broma.

La abolición de la pena de muerte ha restado el halo trágico a la calificación jurídica de rebelión, pero en el caso de la revuelta catalana que ahora juzga el Tribunal Supremo ha cumplido ya importantísimas funciones políticas. Diga lo que diga en su día la sentencia, la acusación de rebelión es lo que permitió encarcelar a los acusados, suspenderles de sus funciones y mantenerles en prisión hasta ahora. Eso es lo que permitió hace ya más de un año a la entonces vicepresidenta Soraya Sáez de Santamaría atribuir a Rajoy el mérito de haber “descabezado” al independentismo. Y esa decapitación política es lo que, a fin de cuentas, explica la desnortada actuación posterior de las sucesivas direcciones tanto de los partidos soberanistas como del Gobierno Torra.

Es peligroso jugar a proclamar una república ante una derecha monárquica como la española

Por lo que se sabe y lo que se está viendo en el juicio, los hoy procesados no contaban en sus improvisaciones iniciales con que la movida política encabezada por el independentismo pudiera ser considerada como una rebelión y abocar a elevadas penas de cárcel. Esa percepción no apareció hasta mediados de 2017 y, obviamente, en el último momento, el de la retirada, cuando vieron que el juego se les había ido de las manos. Hasta que los fiscales lo convirtieron en acusación formal, había imperado un voluntarista autoconvencimiento de que toda causa política justa debe llevar inexorablemente a alguna forma de diálogo. Entre ellos se impuso el argumento de que “no se atreverán” a convertir un conflicto político en una causa penal.

La realidad ha mostrado que es peligroso jugar a proclamar una república, ni que sea virtual, ante una derecha monárquica que tiene los antecedentes de la española. Lo que esta percibió no fue una posición de fuerza de los independentistas, sino todo lo contrario: lo que vio fue la debilidad de quienes carecían de fuerza y aliados para llevar a cabo una proclamación efectiva, real. Y, al mismo tiempo, un desafío merecedor de un castigo, ese sí, de los de verdad.

En eso estamos ahora, en la evaluación de cuál debe ser el castigo que los vencedores aplican a los derrotados para que resulte suficientemente ejemplar. Algunos pensarán que así los independentistas aprenderán quién manda aquí. Los otros pensarán, en cambio, que el próximo envite tiene que estar mejor preparado porque, ya se ha visto, de negociar, nada de nada. República simbólica, cárcel de verdad, esta ha sido la ecuación final.

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