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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra los sectarios, dos libros para el verano

Ante los designios del sectario de asaltar el poder en las instituciones para destruirlas, solo habrá que preguntarle: ¿respetarás las reglas o las cambiarás a medio partido?

Pablo Salvador Coderch
La Casa del Gobierno, junto al río, en Moscú.
La Casa del Gobierno, junto al río, en Moscú.ap

Moscú, alborada de la Revolución de Octubre. El Hotel Nacional ya se llama Primera Casa de los Soviets; el Metropol, Segunda; el Seminario Ortodoxo, Tercera; el Hotel Peterhof, Cuarta. Los mejores edificios de la capital han cambiado nombres y dueños, explosión semántica y revolucionaria, apoteosis bolchevique.

En la tesis central de Yuri Slezkine, House of Government: A Saga of the Russian Revolution, un libro de hálito tolstoyano en cuyas más de mil páginas me sumerjo hace meses, una secta implacable y feroz (también consigo misma) se había hecho con todo el poder sobre el pueblo ruso, hondo, trágico y enorme en su cultura, a la cual admiro, oblicuo (no leo ruso), desde mi infancia. Slezkine defiende, polémico, que los bolcheviques conformaron una secta excluyente y autodestructiva como había habido muy pocas otras en la Historia. Por la fuerza iba a durar, pero no podía perdurar.

El que los bolcheviques jamás creyeron en el derecho, en las instituciones, lo proclamaron ellos mismos. También siempre lo supimos todos, pero casi todos callaron, nunca entendí cómo tantos de los de entre mi generación se negaron a ver que Yákov Sverdlov (1885-1919, murió de gripe) fue alguien muy especial, alguien a quien no le sació hacer matar a la familia de zar junto con el zar y la zarina mismos y sus sirvientes. Hasta sus perros fueron ahorcados.

El libro subyuga porque su autor logra que la verdad histórica fluya como una novela. Desfilan centenares de personajes centrales del bolchevismo originario, muchos de los cuales se matarían entre ellos, que no todo fue culpa de Stalin, como igualmente nos quisieron hacer creer.

Slezkine centra su historia en la Casa del Gobierno, un edificio moscovita entre neoclásico y constructivista, acabado en 1931 para alojar a los dirigentes soviéticos. Contaba 505 apartamentos de dos, tres, cuatro y más habitaciones, con espacios comunes a docenas, hasta un teatro. Las grandes purgas de la segunda mitad de los años treinta del siglo XX diezmaron a sus moradores, hombre a hombre, una y otra vez, noche tras noche. Luego los nazis casi llegaron a Moscú. Después de la Segunda Guerra Mundial, la secta se convirtió en una Nomenklatura, una burocracia ya más intrínsecamente inepta que perversa.

Recuerdo haber visto la Casa por fuera, a principios del siglo XXI, cuando la estrella plateada (ya no roja) de Daimler Benz coronaba, grotesca por incongruente, uno de sus tejados. Si gustan de Tolstoy y de Solzhenitsyn, el de Slezkin es un libro que todo amante de la historia rusa debería leer.

El segundo libro contra los sectarios me lo recomienda un abogado cercano, muy culto y medio francés: El orden del día, de Éric Vuillard, premio Goncourt de 2017. A diferencia del anterior, este es muy breve (unas 150 páginas), pero fulgura. Arranca con la visita secreta que, el 20 de febrero de 1933, los 24 más grandes industriales de Alemania rindieron a Hermann Goering y a Adolf Hitler en el parlamento alemán (el Reichstag). Los nuevos amos les pidieron y consiguieron financiación electoral. El 27 de febrero el fuego arrasó el edificio. Hitler y sus bandidos hicieron enseguida lo propio con la institución del parlamento mismo: un decreto de 28 de febrero les permitió deshacerse de sus adversarios (no solo de los) comunistas. Por fin, el 23 de marzo, el parlamento mismo aprobó una ley que concedía a Hitler el poder de legislar. En un mes las instituciones habían sido aniquiladas.

Sectarios los hay en todas partes. No hay que darles ni agua, pero dejémosles hablar, que nosotros no habremos de presumir, nunca, no tenemos de qué, no encarnamos la Historia. Bastará con que les exijamos respeto a las instituciones —a los parlamentos, a los gobiernos, a los tribunales, a las agencias reguladoras, a las entidades públicas y privadas que vertebran el país-. Ante los designios del sectario de asaltar el poder en las instituciones para destruirlas luego, solo habrá que preguntarle: ¿jugarás de acuerdo con las reglas o las cambiarás a medio partido?, ¿cuándo entres en el edificio, sede de la institución a la cual dices servir, estará ya todo decidido de antemano?, ¿gobernarás con tu gobierno o lo harás a sus márgenes, solo con los tuyos?, ¿y qué les ocurrirá mañana a aquellos de los tuyos que hoy han osado discrepar del pensamiento del grupo? Toda democracia es institucional, nunca sectaria. Ambos libros son ejemplares. Jamás demos pie a que nos escriban uno parecido.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la UPF.

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