¿Hablamos?
Con Rajoy en la papelera de la historia y con un Gobierno por fin “efectivo” en la Generalitat, todo parece dispuesto para el diálogo
En la presentación de la moción de censura, Pedro Sánchez fijó como uno de los objetivos de su programa de estabilidad “sentar las bases que nos permitan normalizar las relaciones e iniciar el diálogo entre el Gobierno de España y el nuevo Govern de Cataluña”. En su respuesta a la intervención del portavoz del PDeCat, Sánchez reiteró su apuesta por el diálogo: “Le puedo asegurar que en el diálogo, en la negociación y en el pacto van a tener al Partido Socialista, al Grupo Parlamentario Socialista y también a mi persona”. Y todavía agradeció el voto afirmativo del PDeCat en la medida, dijo, “que nos permite pasar pantalla, pasar página y abrir un nuevo tiempo de diálogo, de consenso y de pacto entre las distintas formaciones de ámbito nacional y catalán”. Un diálogo cuyo principal objetivo debe ser “buscar soluciones políticas a una crisis política”.
El día antes de este canto al diálogo, el presidente de la Generalitat, Quim Torra, había insistido en su oferta de abrir un diálogo “sin condiciones” al Gobierno español. Un diálogo que ya había ofrecido a Mariano Rajoy justo después de tomar posesión: “Estoy dispuesto a empezar este diálogo mañana mismo. Sin condiciones, con el respeto institucional mutuo debido, con la predisposición a hablar de todo, sin límite temporal, y con el formato que convengamos más oportuno”. Todo ello en una carta que empezaba reconociendo que el conflicto político entre Cataluña y España “debe afrontarse únicamente desde la política”.
Así pues, con Rajoy en la papelera de la historia y con un gobierno por fin “efectivo” en la Generalitat, todo parece dispuesto para el diálogo. Naturalmente, la pregunta es sobre qué va a versar el diálogo. Una cosa segura es que han quedado atrás los tiempos en que el contenido del diálogo era físicamente imposible. El PP se mostraba abierto a hablar de todo menos del referéndum, mientras que el independentismo catalán solo quería hablar del referéndum. Hace un año Carles Puigdemont pronunció una contradictoria conferencia en Madrid que ilustra la parte catalana del bloqueo institucional. Por un lado, Puigdemont dijo que “dialogar en política es sentarse en una mesa sin condiciones previas, sin límites, sin tópicos, sin apriorismos y sin reproches”. Por el otro, asumió el derecho de autodeterminación de Cataluña y en su nombre manifestó que su oferta “permanente” de diálogo solo era para hablar del referéndum de autodeterminación: “la pregunta, la fecha, los requisitos de participación y su validación”.
Junto a Puigdemont en Madrid estuvo Oriol Junqueras, que a lo largo de 2017 también exhibió esa particular manera de entender el diálogo “sin apriorismos”. El 18 de octubre —cuando la declaración de independencia se hallaba en suspenso y se sucedían las llamadas al diálogo— Junqueras criticó en una entrevista que esas llamadas pretendieran cambiar la proclamación de la República por el diálogo. “¿El diálogo tiene sentido?”, se preguntaba. “Sí. Ahora bien, ¿cuál es el principal sentido del diálogo?”. Según Junqueras, el objetivo del diálogo no era buscar soluciones políticas a una crisis política sino “implementar la República de la mejor manera”.
Si somos realistas, el diálogo que está a punto de empezar no será precisamente sobre el derecho de autodeterminación de Cataluña ni sobre el referéndum de autodeterminación que de tal derecho se derivaría. Sin olvidar la lamentable situación de los presos y de los políticos desplazados al extranjero —el nuevo Gobierno español deberá hacer todo lo que esté en su mano para reconducir juiciosamente este asunto— es indudable que el diálogo debe abordar el fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión no es otro que el de las causas del independentismo. ¿Por qué más de dos millones de catalanes han apostado sin ambages por la independencia de Cataluña? Del diálogo deberán surgir respuestas para revertir las políticas de recentralización del PP, paliar la insuficiente financiación de la Generalitat, resolver el crónico déficit de infraestructuras, avanzar en el reconocimiento de la diversidad lingüística, mejorar la calidad democrática del sistema institucional español, etc.
El peligro, como es habitual en estos casos, es que el diálogo acabe naufragando por la presión de los radicales de ambos lados. A Sánchez no le van a perdonar ninguna muestra de bilateralismo con Cataluña que conduzca a supuestos “privilegios”, y a Torra —en el supuesto de que decida liberarse del diktat de Puigdemont— no le van a permitir que, accediendo a tratar las causas del independentismo, admita la mera posibilidad de renunciar a la independencia. En otras palabras: pinta que habrá crisis política para rato.
Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB.
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