Historia de un fracaso
Pretender la derrota del soberanismo es una quimera. No se puede negar el reconocimiento al primer proyecto político de Cataluña
Es innegable que el soberanismo se ha apuntado un éxito con la dura respuesta del Gobierno contra el referéndum de Cataluña. El soberanismo resistía pero no crecía, ahora ha roto su aislamiento y el terremoto catalán empieza a tener réplicas en el resto de España.
La decisión de Rajoy de poner en marcha el aparato institucional en defensa de la legalidad vigente no deja de ser una manifestación de impotencia política. Que el Estado español no es ninguna broma y que las relaciones de fuerza están a favor del Gobierno lo sabe todo el mundo. Pero precisamente por eso haber llegado hasta aquí, guste o no, es un fracaso del Gobierno y del frente constitucionalista que le arropa. Y salir ahora a ofrecer negociaciones, dando por supuesto que el soberanismo se dará por vencido, es un escarnio.
¿Por qué no lo hicieron antes? Alérgicos a las reformas han conseguido que al régimen del 78 se le escape Cataluña. En 2010 la sentencia del Constitucional que podó el Estatuto catalán, fervientemente buscada por el PP, actuó de catalizador para confirmar el salto que el independentismo había dado en 2003. Desde septiembre del 2012 los términos del desafío estaban sobre la mesa de Rajoy. Cinco años más tarde Cataluña está más lejos que nunca. Un agujero en el currículum del presidente.
Una de las cosas que más sorprende a la prensa extranjera es que no haya en Cataluña un proyecto político alternativo para disputar el poder al soberanismo. Los partidos españoles y buena parte de la prensa prefieren crearse verdades alternativas antes que afrontar una cuestión que les es estructuralmente incómoda. ¿Por qué? Porque no saben hincarle el diente a un espacio político que les resulte de difícil comprensión. Y así prefieren columpiarse en sus propios engaños.
Por ejemplo, el eterno discurso que presenta a los catalanes como abducidos y atemorizados por el nacionalismo. En Cataluña, la audiencia de televisión del ámbito soberanista alcanza poco más del 20%, la suma de las cadenas de ámbito español es infinitamente superior al demonio TV3. En el quiosco la hegemonía no nacionalista es absoluta, sólo en la radio el soberanismo tiene ventaja. En este contexto y con todos los instrumentos de que dispone un Estado, que un Gobierno no tenga otra política para Cataluña que la reactiva, que evidentemente da la iniciativa al soberanismo, es indicio de un bloqueo cognitivo que le impide conectar con los catalanes que no se sienten atraídos por el independentismo.
¿Qué falla? Primero, la dificultad de entender la realidad catalana desde mentalidades jacobinas para las que forma parte de lo impensable que un país se sienta nación dentro de su nación. Segundo, esta incomprensión se traduce en una tendencia, de modo probablemente inconsciente, a actuar con Cataluña como territorio ajeno. Rajoy siempre transparente en sus actos fallidos, dijo una vez que no sabía quién mandaba allí. Tercero, ante la incapacidad de dar una respuesta política eficiente se impone el interés partidista mezquino, y al PP, marginal en Cataluña, piensa que lo que pierda allí sustituyendo la política por la mano dura, le puede salvar en el resto de España.
Con ésta triple perspectiva es fácil autoengañarse y creer que en una sociedad de clases medias con razonables niveles de bienestar la política del miedo puede ser la vía para derrotar al soberanismo.
De momento, la tensión beneficia al independentismo por mucho que desde Madrid se lancen las campanas al vuelo: el referéndum ha fracasado. Efectivamente, si el Gobierno español se lo propone no habrá referéndum, pero la brecha se agranda. Cataluña está un poquito más lejos. Pretender la derrota del soberanismo es una quimera. No se puede negar el reconocimiento al primer proyecto político de Cataluña. Sólo los Comunes intentan construir un espacio no reactivo.
Si el constitucionalismo vive en la nube de sus verdades alternativas, el independentismo también abunda en ellas. Al soberanismo el cuesta admitir que no tiene la fuerza necesaria para la ruptura unilateral. Negarlo le ha permitido provocar al Gobierno español y apuntarse cierto éxito momentáneo. Pero administrar la continuación no le será fácil. Una salida rápida —en forma de elecciones autonómicas— podría permitirle capitalizar las emociones del momento. Pero, en tiempo de exaltación, la tentación del heroísmo de mesa camilla, puede llevar al soberanismo a la zona de riesgo. No lo duden. Esto va para largo.
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