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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un Catón del periodismo

El periodismo de chantaje ha existido siempre; la desimputación de Casals y Marhuenda demuestra que, con contactos y amigos en el ‘establishment’, es fácil salir de un apuro judicial

Francisco Marhuenda y Mauricio Casal, en las puertas de la Audiencia Nacional.
Francisco Marhuenda y Mauricio Casal, en las puertas de la Audiencia Nacional.Álvaro García

Al Molt Honorable Jordi Pujol i Soley. Amb el meu agraïment com a català per aquests quatre anys de sacrifici per al país i amb l’esperança que el poble li doni el seu suport majoritari”. Quien firma tan sentida dedicatoria, autógrafa y fechada el 24 de abril de 1984, es Francisco Marhuenda, que la plasmó en la primera página de un ejemplar —conservado hoy en la Biblioteca de Catalunya— del libro que el entonces novel periodista barcelonés acababa de publicar. El volumen en cuestión (Ramón Viñals. Cuatro años por libre, Barcelona, Editorial Acervo, 1984) era un encargo puramente alimenticio, la semblanza panegírica de un fugaz diputado autonómico en tránsito entre ERC, el CDS y otras aventuras. Pero la dedicatoria que he transcrito reflejaba ya la concepción que el veinteañero Marhuenda tenía sobre la relación del periodismo con la política; o, mejor dicho, con el poder.

Tiempo después, y convertido en redactor de la edición barcelonesa de ABC, nuestro hombre seguía practicando esa promiscuidad, esa llamémosle información conspirativa, aunque ya plenamente instalado en la órbita del PP. En 1992, escribiendo confidencialmente a Madrid, Alejo Vidal-Quadras hacía de él este retrato: “Francisco Marhuenda es uno de los periodistas más activos en la desinformación e intoxicación negativa sobre temas internos del Partido Popular de Cataluña. El material se lo proporcionan Jorge, Alberto Fernández y Enrique Lacalle, con los que tiene estrecha relación y contacta prácticamente a diario...”. Tan estrecha que aquellos le catapultaron, en otoño de 1995, a ocupar un escaño del Parlament como número 3 por Barcelona.

Al año siguiente, la victoria demasiado corta de Aznar, el pacto del Majestic y el sacrificio de Vidal-Quadras realzaron a los enemigos de este último, y Marhuenda emprendió una carrera política de rango estatal, siempre a la sombra protectora de Jorge Fernández y de Rajoy: director de gabinete del pontevedrés en Admistraciones Públicas y en Educación y Cultura, director general de Relaciones con las Cortes... Carrera que terminó abruptamente en la primavera de 2001, cuando una denuncia del PSOE sobre la venta de un fondo documental y bibliográfico supuestamente propiedad de Marhuenda a la Administración autonómica madrileña (por 32 millones de pesetas) le forzó a dimitir y regresar a Barcelona.

Entonces el caído se benefició otra vez de la puerta giratoria entre cierto periodismo y determinada política, y devino de un día para otro subdirector de La Razón en Cataluña antes de alcanzar, en 2008, la dirección del diario en Madrid. Donde, según se supo la semana pasada al trascender la Operación Lezo, ha seguido practicando —a una escala superior, y a las órdenes de su jefe, Mauricio Casals— la intriga y la intoxicación, ahora alrededor de la facción más corrupta del PP de la capital. El tono tabernario —o mafioso— de las conversaciones de Marhuenda pinchadas por orden judicial (“la zorra de Marisa”, “la leche que le hemos dado hoy”, “mañana le damos otro viaje”, “eres [en referencia al encarcelado Rodríguez Sobrino] un soldado nuestro, eres intocable para nosotros”) casa mal, muy mal con las ínfulas académicas y el perfil de profesor universitario que, en los últimos lustros, el director de La Razón ha pretendido proyectar de sí mismo.

El periodismo de chantaje ha existido siempre; además, la rápida desimputación de Casals y Marhuenda (este último, comisario de policía honorario por gentileza del ministro Jorge Fernández...) demuestra que, cuando se tienen buenos contactos y amigos en el establishment, es fácil salir de un apuro judicial. Con todo, lo que resulta sensacional es el contraste entre los comportamientos del personaje y sus posturas ideológico-políticas, las que expresa la línea editorial de La Razón y las que él mismo ha enarbolado en incontables tertulias. Lo asombroso es que quien se jactaba de usar el diario para presionar a Cristina Cifuentes lleve cinco años denunciando la “manipulación” y el “servilismo” en los medios de la Generalitat, la “asfixiante hegemonía” del discurso independentista en Cataluña y el carácter mercenario de los opinadores de esta sensibilidad... ¡Él, cuya continuidad laboral dependía —Mauricio Casals dixit— del celo con que defendiese al encausado Rodríguez Sobrino! ¡Ellos, que querían movilizar a todos los medios del Grupo Planeta para coaccionar a Cifu!

Al salir de su comparecencia judicial, Marhuenda estuvo metafórico: “Me siento como la Pantoja”. Descartado que cantase ante el juez, ¿sería porque, como la tonadillera, lo hizo todo por amor?

Joan B. Culla es historiador.

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