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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Dale con el relato

La nueva película del finlandés Aki Kaurismäki nos enfrenta con humor perplejo a los agujeros negros de nuestras políticas

Mercè Ibarz

Todo es político, los cuentos también. La paz en Euskadi, tan necesaria y esperada, abre una etapa de extraordinario interés, el de ver cómo una sociedad se recompone, qué hace con tantos de sus elementos trastocados tras vivir medio siglo en pulsión de muerte y en una ebullición política que va más allá de siglas, partidismos y terror. Pero, en los medios, en las palabras públicas que acompañan este gran momento histórico, grande de veras, lo único que al parecer importa es el relato. Cómo se cuenta y cómo se contará la cosa. El relato, el cuento, se ha convertido en la piedra angular de la Historia. Ya lo dijo un ripioso poeta del siglo XIX, que, quién lo diría, acertó en situarnos en estos tiempos de posverdad: “En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira”. Ole.

Ni análisis, ni reflexión, ni perspectivas ni mucho menos miradas complejas, qué va. Relato y relato, y cuanto más simple mejor. Prédica y sermón, en definitiva. Los protagonistas, siempre los mismos. Nada de recoger las migas del camino que rehacen el viaje de las criaturas expulsadas del guión. Si no te tragas el relato, tú pierdes. Por eso me gustan las películas del finlandés Aki Kaurismäki, que está reelaborando los cuentos infantiles de maravilla para explicar las miserias europeas de ahora mismo.

El otro lado de la esperanza, ahora en salas, lo tiene todo para que los predicadores del relato institucional se rasguen las vestiduras y le tilden de tontaina: ingenuidad, mirada limpia, honestidad, humor soterrado y alejado de lo que mandan los actuales cánones televisivos y de la red. Es un cuento, no un relato a la manera de titulares y tweets zafios. Un cuento sobre un joven mecánico de Alepo que, destrozada su vida, su familia, su casa, su futuro, todo, se larga del país y amanece, tras un largo viaje por las fronteras europeas, en una ciudad portuaria finlandesa, en un barco. ¿Cómo ha logrado pasar usted tantas fronteras?, le pregunta la inspectora de inmigración. Muy fácil, responde Khaled: nadie quiere vernos, somos invisibles. Miguitas de pan.

Mientras espera el visado de asilo, que es como decir la aceptación de su verdad, el mecánico sirio hace amistad con un enfermero iraní que lleva un año esperando lo mismo en un centro de internamiento de extranjeros que, vistos los nuestros, es de lo más decente. El enfermero Mazdak le recomienda: debes sonreír, debes mostrar cara contenta, aquí no se tolera otra cosa…

Como si fuera una versión actual de los Tiempos modernos de Chaplin y de tantas películas de Buster Keaton, los personajes de esta fábula europea contemporánea se mueven hieráticos, impasibles, mientras llenan la pantalla de poesía. Es un cuento con dos historias que se cruzan. El otro protagonista es un viajante de camisas que abastece unos cuantos comercios pero que se cansa de su vida y se convierte en propietario de un restaurante de comidas caseras. No les explico más de la película, véanla. Me permito sólo llamar su atención sobre sus muchos viejos, esa Europa de instituciones políticas hoy desalmadas.

Pero el mundo no son sus gobiernos y basta. Los viejos del maravilloso cuento de Kaurismäki, no sus gobernantes, son en realidad muy jóvenes. Dispuestos a cambiar de vida, tras años de rutina sin alicientes, en una sociedad, la nórdica, que el sutil realizador representa con cosas antiguas para recordar lo bueno que tuvo, cuando no repatriaba a casi nadie. Máquinas de escribir, facturas a mano, albóndigas caseras y músicos de cabellos plateados que se ganan la vida en la calle y en bares penosos pero que siguen ahí. Jóvenes, lo son los exiliados que buscan asilo y refugio. O los neonazis, a los que detiene un grupo de mediana edad, no joven exactamente. Los jóvenes de edad locales se limitan a ir a conciertos de los viejos roqueros que cantan canciones como esta de finales de los setenta: ‘Mamá, mamá, enciende la luz / moriré pronto / y me iré. / Puede que en alguna parte / encontrarás para mí un lugar blanco / Pronto me tirarán a un agujero negro’.

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De ese agujero negro emerge el sirio Khaled, de ese agujero negro sobresalen nuestras vergüenzas. Es de agradecer que Kaurismäki ame a sus personajes y lo exprese sin manías, sin disimularlo en aras de lo supuestamente ecuánime que casi siempre es sólo ausencia de honestidad. El relato, el cuento, la historia: aquí está, en el arte limpio.

Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF.

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