Indignidad e ilegalidad
Si los tribunales declaran que hubo delito en las conductas del 9-N, estas serán ilegales, pero no indignas. Los delitos por convicción pueden merecer el castigo, pero no la infamia
"Ha sido una jugada indigna. De ética y de moral hablaremos nosotros, ¡no ellos!” Así clamaba con voz apocalíptica Jordi Pujol en la primavera de 1984. Y bien que hablaron él y los suyos, durante los siguientes treinta años, y no con palabras, sino con obras que, demasiado tarde, hemos sabido que eran escandalosamente indignas. A las puertas de la primavera de 2017 Artur Mas intentó emular a su viejo líder, impostando la voz para gritar “¡ahora van a por nosotros!”. Y, para precisar a quiénes metía en el mismo cesto del independentismo al decir “nosotros”, a continuación profetizó que sin la antigua Convergencia no habrá Estado independiente en Cataluña.
Esta es la gran indignidad. Es infame comprometer al independentismo, desde su nacimiento, salpicándole con la indignidad original del viejo patriarca, su familia y sus allegados. Porque el independentismo posiblemente sea un error, quizá sea utópico y probablemente minoritario, o tal vez no. Ha conducido a actuaciones políticas que quizá los tribunales acaben condenando como ilegales, pero no por ello merecen ser tachadas como indignas.
Sin embargo, hay otras ilegalidades pringadas de indignidad. Por muchas de ellas el clan Pujol está llegando a ser cliente habitual de los juzgados de Instrucción. El juicio del Palau parecía que no llegaría nunca, pero ha llegado, y ahora todos los acusados quieren cantar, y, sin la más mínima vergüenza ni gallardía, se acusan entre ellos para aliviar las penas que les aguardan. No en balde es el juicio a la indignidad de la vieja Convergencia.
Simultáneamente, a la sombra del alboroto de esos procesos, se está desarrollando otro juicio por la financiación ilegal de Unió Democrática, la indignidad subalterna de CiU. Poco antes se habían celebrado los juicios de la Infanta y de las tarjetas black, también expresiones clamorosas de ilegalidad indigna que, como es sabido, carece de fronteras autonómicas.
Al final todo acaba ante el Tribunal Supremo. De nada sirve hacer vaticinios sobre cómo resolverá definitivamente lo de Urdangarín o lo de Rato ni los otros juicios célebres en curso. Buena parte de la opinión pública desconfía de la actuación de los tribunales en estos casos célebres. Mucha gente considera que las sentencias ya dictadas son demasiado benignas. Calculan de antemano que las sentencias pendientes, en Barcelona o en el Tribunal Supremo, según unos no tendrán la severidad que desearían, y según otros tendrán una severidad que considerarán una injusta persecución política.
La gente, en general, se irrita y desconfía de la justicia porque no entienden que Urdangarín, condenado a seis años de cárcel, siga paseando en bicicleta por Ginebra, ni que Blesa y Rato sigan veraneando con escandaloso lujo, y dicen, desalentados: “Millet no irá a la cárcel”. La desconfianza de la opinión pública no tiene su base, exclusivamente, en la contrariedad que le provocan las sentencias de esos casos célebres. También siembra dudas la apariencia de subordinación de la fiscalía al gobierno, que muchos deducen de los relevos de importantes fiscales jefes de gran prestigio, defenestrados sin justificación conocida. Y por si todo ello no bastara para alimentar la desconfianza, hemos sabido que en el Ministerio de Interior se estaba incubando el huevo de la serpiente de una policía patriótica, irregular, clandestina e incontrolable por la autoridad judicial, para oficializar irregularmente rumores insidiosos precocinados, que una fiscalía de confianza afinaría adecuadamente.
A la vez que, en este marco de escándalo, irritación y desconfianza, se juzgaban comportamientos clamorosamente indignos, transcurrían los procesos por la consulta del 9-N, uno ante el Tribunal Superior de Cataluña y otro ante el Tribunal Supremo. En ambos se debate si constituyen delito unas decisiones y unas actuaciones pacíficas exclusivamente políticas, realizadas pese a un pronunciamiento suspensivo del Tribunal Constitucional. Es el viejo debate del delito por convicción, en el que el delincuente conoce la ilegalidad de su conducta, pero quebranta la ley porque antepone las exigencias de su convicción. A esto se refería Homs en su declaración ante el Supremo, innecesariamente desconsiderada, inoportuna y sobreactuada. El debate sobre los delitos por convicción, cuando se trata de conductas pacíficas como las del 9-N, no contiene reproches éticos, sino estrictamente jurídicos. Si los tribunales declaran que aquellas conductas constituyen delito, serán ilegales, pero no por eso han de ser consideradas como indignas. Porque, como dijo un clásico jurista alemán hace casi un siglo, los delitos por convicción pueden merecer el castigo, pero no la infamia.
José María Mena es ex fiscal jefe de Cataluña.
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