Vendedores de miserias
El del distrito de Arganzuela es uno de los cuatro mercadillos clandestinos de Madrid

Son las seis de un sábado. Unas 70 personas cruzan con sus bártulos la Ronda de Atocha. Una patrulla de la Policía Municipal acaba de desalojarles del Paseo de las Delicias. Toca cambio de lugar. Se instalan con sus tenderetes de mantas y plásticos en el suelo, en el tramo inicial del Paseo de Santa María de la Cabeza a lo largo de 50 metros. Son vendedores de miserias: ropa y zapatos, ollas, sartenes, novelitas de Corín Tellado, pelotas de tenis, chorizo envasado al vacío y latas de anchoa. Objetos rescatados de la basura o comprados a terceros, afirman estos precarios comerciantes, en su mayoría magrebíes.
El Ayuntamiento tiene contabilizados otros tres rastros ilegales en Madrid. Dos en la zona del Puente de Vallecas y otro en el distrito de Villaverde, a los que habría que sumar un quinto en los alrededores de la mezquita de la M30. La Ordenanza Municipal Reguladora de la Venta Ambulante de 2003 establece los requisitos que deben cumplirse para el ejercicio del comercio en el término municipal fuera de un establecimiento. Es tajante. Prohíbe el ejercicio de la misma fuera de los lugares y fechas autorizados.
A las siete, la hora punta, unas 200 personas deambulan entre los puestos. “Llevarán aquí unos tres años”, cuentan los integrantes de un equipo de limpieza del Ayuntamiento. “Antes se ponían en Embajadores”. Los empleados municipales esperan para limpiar a que una patrulla de policía local despeje la zona . Ya hay un vehículo policial frente al museo Reina Sofía. “Están ahí para evitar que cambien de distrito”.
Los agentes municipales, según marca la normativa, han de requisar las mercancías. Esta mañana lo han intentado. Cruzaron el coche sobre la acera para hacerse con una de las mantas. Al final, los objetos quedaron desparramados por el suelo. A veces, instalan un “operativo preventivo”, que no siempre funciona. “Se mueven a otra calle”, reconoce una responsable de la alcaldía.
Los clientes buscan gangas. Hay incluso especialista con linternas para rebuscar en la oscuridad. “Vengo porque me lo ha recomendado un amigo”, cuenta un jubilado mientras espera la apertura. “Vengo a ver qué encuentro. Una pluma vieja, un libro antiguo…, pero es raro ¿eh?”, asegura. Pocas cosas tienen un precio superior a cinco euros. Solo lo supera algún que otro smartphone, cuyo origen no se desvela. Un vendedor muestra a un cliente cómo funciona uno. Hace una llamada y se escucha la melodía de una rumba. “¡Un euro, un euro, más barato que el rabo de un gato!”, anima otro frente a su manta.
No hay precios fijos. Siempre cabe el regateo. Dos euros pide un mercader, nacido en Rabat, por unos guantes de ciclista. Al final se los deja a un euro y medio al senegalés que le había preguntado cuánto costaban. “Porque eres de mi continente”. A veces, también regalan. “Toma llévate también estos zapatos para estar por casa”, ofrece otro magrebí a una clienta que se ha llevado unos zapatos casi nuevos por tres euros.
Un par de borrachos vacilan a los vendedores. “¿Cuánto cuesta este pantalón?”, preguntan haciendo eses a una mujer rumana de unos 50 años que ofrece ropa a un euro. Abuela de dos nietos, aterrizó en España hace 15 años. Solo lleva uno buscándose la vida de esta manera. “Trabajé un año como limpiadora en un balneario por la zona del Bernabéu, pero me despidieron. Con la crisis está todo muy difícil”, se justifica. Entre semana lleva a sus nietos al colegio. Viven con ella. Sus padres emigraron a Bélgica. Cuando los deja, recorre contenedores buscando mercancía. Los niños no quieren marcharse a otro país. “Crecieron aquí. Tienen sus amigos”, dice al borde del llanto.
No saca mucho. Depende del día. Hoy no se está dando bie: unos 10 euros, en monedas. “En días buenos, 20 euros. A veces, ni para el metro”. Los hay con más fortuna. El tendero rabatí, por ejemplo, asegura que en algunas ocasiones puede llegar a ganar hasta 150 euros. El día anterior consiguió vender algo de plata. Otras veces, alguna antigualla. “En ocasiones te encuentras hasta oro. La gente lo tira todo”. confiesa con asombro. Este sábado, dice, la cosa está floja.
Los vecinos de esas horas, camareros y propietarios de bares, divergen en su opinión. A algunos les molesta, aunque reconozcan que no tienen razón para ello. “Mira, problemas no dan, pero es que no me gusta verles la cara”, afirma un camarero Otros se muestran más compresivos. “Se arreglan con tan poco. No se enfrentan a la autoridad. Recogen y se van”, comenta el dueño de una cafetería del Paseo.
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