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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El archipiélago andaluz

Hoy las ciudades hacen la guerra por su cuenta sin ver que la potencia está en la concordancia

Vista panorámica de la ciudad de Cádiz.
Vista panorámica de la ciudad de Cádiz.cordon press

Hoy día las ciudades andaluzas, como todas las del mundo, participan de una condición dual. Por un lado son los escenarios del vivir, con toda la complejidad anímica y funcional que ello implica, y, por otro, son mecanismos de producción en sí mismos, como trasuntos de una concepción física o económica de los hechos urbanos y de los territorios en los que se enclavan. De esta dualidad nacen las demandas que les hacemos y los juicios bajo cuyo prisma las sometemos. Simplificando, desde la primera acepción exigimos a las ciudades calidad de vida; desde la segunda esperamos de ellas que, además, generen riqueza.

Una de las prosopopeyas más generalmente asumidas es aquella que atribuye a las ciudades, como tales, cualidades de seres animados, sin caer en la cuenta de que, aunque nunca sean un decorado inerte para los que las visitan o las viven, las ciudades son realmente civitas, esto es, sus ciudadanos, sus instituciones y los poderes públicos que la rigen. A despecho de su larga historia no es ocioso establecer en nuestras ciudades un punto de partida con las primeras corporaciones democráticas — en la hoy cuestionada Transición— pues fue entonces, como dejó escrito el recientemente fallecido exalcalde de Málaga Pedro Aparicio, cuando en un lapso de tiempo voluntarista y jubiloso, “habíamos descubierto que el trabajo para la igualación entre los seres humanos y el rescate de la dignidad de muchos de ellos, encontraba su mecanismo más rápido y efectivo en la ciudad, en la acción sobre el territorio vital de los hombres y sobre los servicios que formaban parte de su vida cotidiana”. Muchas cosas han cambiado desde entonces.

Ciertamente se acrecentó el control democrático sobre las decisiones de la urbe, y con los cuantiosos fondos con los que nuestra región se vio beneficiada al entrar en la UE (1986) las ciudades, en sus centros, periferias y en sus sistemas de comunicaciones, tanto intrarregionales como con el exterior, experimentaron unos cambios verdaderamente espectaculares en los niveles de urbanización, de equipamientos asistenciales, en la rehabilitación patrimonial y en la dignidad del espacio público. Pero al mismo tiempo que se fabricaba un escenario adecuado para propiciar una satisfactoria calidad de vida, la pertenencia a la comunidad europea suponía la adscripción a un espacio socioeconómico integrado, del cual la ordenación territorial debía ser causa y, a la vez, efecto.

De esta necesidad surge el Sistema de Ciudades de Andalucía, la Ley y el Plan de Ordenación del Territorio (LOTA y POTA). Todos estábamos aquejados de la misma bisoñez, pero así como el planeamiento urbano municipal se veía apremiado por la necesidad de un ejercicio democrático y ejecutivo, la ordenación territorial, desde su hipertrofia analítica, respondía al objetivo de suministrar argumentos para apuntalar la auctoritas del poder autonómico.

Desde entonces, la guerra entre la Junta y los Ayuntamientos forma ya parte de la práctica política consuetudinaria, para esterilidad de la acción y aburrimiento de los andaluces. Supuestamente, en un contexto económico internacionalizado, Andalucía debía afrontar el compromiso de medirse con las economías más avanzadas de Europa, y en ese juego a las ciudades les tocaba ser los nudos dinamizadores de un espacio económico integrado y competitivo. Duele admitirlo, pero a la vista de los datos macroeconómicos de nuestra región al cabo de 30 años de adhesión a la UE, 20 de promulgación de la LOTA y casi 10 del POTA, no podemos decir que las ciudades andaluzas hayan estado a la altura de sus responsabilidades: el peor mercado laboral de Europa, una balanza comercial negativa, un PIB per cápita fuera del objetivo de convergencia, estancamiento industrial, medio millón de funcionarios, etc.

Ante este fracaso sin paliativos, tal vez el error esté en una falacia originaria: el andalucismo, como opinaba el historiador Antonio Domínguez Ortiz, no ha sido nunca una aspiración de masas sino una intuición de minorías. A diferencia de otras regiones, los andaluces nos hemos sentido como tales en un sentido vago y abstracto, pero más intensamente de nuestras correspondientes ciudades. A principios de los ochenta un furor autonómico profundamente impregnado de anhelo democrático tal vez pudiera haber actuado de conglomerante regional. Hoy día, sin embargo, las ciudades hacen la guerra por su cuenta sin que seamos capaces de ver que la potencia está en la concordancia de su rica diversidad, y no en una competitividad movida por emulaciones o agravios irracionales.

Ciertamente hoy las ciudades están en el mercado de producciones y consumos como si fueran empresas, y el urbanismo ha abjurado de toda pretensión científica para fabricar eventos en la sociedad del espectáculo. Pero incluso en la explotación de lo banal puede haber una mínima razón productiva. Lo que no puede ser es que, agarrando el rábano de las necesidades por las hojas del simbolismo publicitario, una ciudad exija un metro o un rascacielos para ser con ello “una ciudad grande”, desencadenando una emulación competitiva en otras, no importa su oportunidad o la ruina de su explotación.

El discurso municipalista basado en la valoración de las potencialidades propias de las ciudades se ha perdido en el de la rivalidad agraviada. Las ciudades, de acuerdo con las bases de la estrategia territorial andaluza, deberían “lograr sistemas urbanos y modelos de poblamiento más equilibrados y policéntricos”, pero de nada sirve esto si luego estas ciudades no actúan como articuladoras de un espacio económico integrado, sino como un archipiélago de islotes autocomplacidos y provincianos porque, a la hora de la verdad, abjuran de su propia capacidad innovadora para no admitir más valores que los que vienen de fuera.

Salvador Moreno Peralta es arquitecto.

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