Rumor de naranjas antiguas
Un fruto digamos clásico de un huerto aislado es extraño al mercado, sabroso, sugerente hasta emocionante
Gajo a gajo, con parsimonia, la naranja deja manar su noticia oculta, suelta rápido su ofrenda, un abanico de mensajes apacibles. La fruta brolla y hace tragar un jugo de frescura, se hace pulpa y líquido que la lengua cata.
La boca se rodea de novedades y desde la garganta hasta la barriga se nota al paso la descarga de sabores limpios, ácidos, dulces, un confort inmediato, un idioma reconocible.
Por esta fácil sensación de triunfo, su conservación en transportes de lejanía y larga y buena presencia en los mercados, las naranjas son uno de los tres frutos de consumo universal. La naturaleza creó un artefacto perfecto, un diseño sin inconvenientes.
Es una conserva en sí misma aunque el encerado y pulido de la piel para su exposición en las paradas de venta mixtifica algo su tacto, innecesariamente, como chapa de coche. Y la atracción se afianza, a veces, con una segunda piel de papel fino, distinción más que protección, con el origen, marca colorista y la variedad del producto. Las bolsitas de red roja, los saquitos y las cajitas más o menos personalizadas son otros envoltorios, útiles para los consumidores, dan dignidad.
Un linaje extraordinario de las naranjas -y mandarinas, que son otro mundo- permanece en según qué jardines, corrales y huertos isleños, más o menos olvidados, asilvestrados. Esos árboles sustantivos dialogan solitarios en el paisaje urbano o en las afueras, en las urbanizaciones clásicas, cerca de las posesiones, o protegidos por cercos de cipreses o paredes altas de lomo de asno.
Los muros de piedras y los setos naturales buscan evitar el frío que quema los árboles, su flor, frutos y brotes. El norte que brama, la tramontana desatada con salitre, azota, sentencia las añadas. Los aires helados de los Alpes y los Pirineos son pésimas visitas.
Los naranjos aislados suelen ser altos, rotundos en su espesura, con cuerpo organizado, hacia arriba, sin demasiadas ramas vencidas hacia tierra. El follaje es verde metálico, oscuro, con un toque de misterio nocturno. Esos árboles resistentes resultan gigantescos ante la talla enana que se usa en los cultivos extensivos, hechos por el dictado comercial y no para el autoconsumo y los placeres personales.
La naranja clásica era ofrenda y presente. Ayudaba a sobrevivir al campesino y a quedar bien con el señor. Al madurar por tandas en árbol han sido un obsequio ritual, por ciclos, un elemento del sistema de relación e intercambio desde antes de que todo lo autóctono dejara de tener precio para el payés.
Las naranjas no suelen decepcionar en la boca, aunque, a veces, pueden estar averiadas, picadas por la maldita mosca blanca africana, o con el cuerpo seco, muerto, aterido por la helada. En su derrota, a veces, saben a medicina olvidada. Despellejar el fruto con los dedos activa una fuente limpia de olor original y la lluvia de tonos en el ambiente deja un rastro frutal y marca las manos del comedor.
Este cítrico reina a pesar de la enorme variedad y castas modernas para clientela de oferta, con formato, uniformes de gustos por mor de la moda. Existe una amenaza, la decepción y aburrimiento por la globalización de los estilos y sabores.
Siempre se busca retrobar un fruto memorable, delicado, que da pena acabárselo lentamente porque lleva completas las virtudes deseadas, en una ecuación equilibrada de dulce y ácido, pulpa y jugo.
En el buen clima cálido, la infancia y del Mediterráneo, sin heladas prolongadas, no demasiada lluvia, florecen y cuajan especies clásicas sin nombre recordado, frutas perdurables en el archivo del consumidor.
Ahora no se encuentran washingtones, naranjas que eran excepcionales décadas atrás, muy finas a la cata, tenues en su sabor, grandes, de un amarillo pálido, sin impactos excesivos en el paladar, con gajos que se desmenuzaban y prolongaban una dulzura no empalagosa. Las sanguinas son infrecuentes, naranjas de sangre de Cristo, decía el nacional catolicismo. Hoy llega en un formato moderno, pequeñitas.
El murmullo de una naranja digamos a la antigua, extraña al mercado, sabrosa, sugerente hasta emocionante, se puede encontrar en un corral. En Ciutat, Palma, en ets Hostalets, en el micro jardín de Miquel es restaurador, su naranjo, tan viejo, exhibe fruta de una variedad ya anónima, cuyo nombre y casta nadie conoce. Quien lo plantó o injertó hace décadas que no lo puede contar.
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