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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La amenaza del ‘totalismo’

Las nuevas formas de dominación son más persuasivas que coercitivas, pero su fin es la absorción de la vida pública y privada

Aldous Huxley publicó Brave New World en 1932, perturbadora profecía de un mundo sojuzgado por un Estado hipertecnológico mediante la ingeniería genética, una despersonalizadora instrucción y una droga universal, el soma, capaz de mutar en eufórica estulticia toda percepción crítica de la necesidad, la escasez o el dolor. El preclaro escritor concibió su fábula mientras la utopía socialista se degradaba en distopía colectivista en la URSS, y el paraíso identitario del nazismo devenía infierno. Doce años antes de que George Orwell escribiera 1984, sombría alegoría de ambos totalitarismos clásicos, Huxley intuyó el advenimiento de una posmodernidad cada vez más global, homogeneizadora y alienante, en la que las nuevas formas de control serían —son— mucho menos totalitarias que totalistas.

Treinta años después, en los sesenta, Marcuse describió la reducción economicista del ser humano, y la progresiva absorción de todas sus facetas por un sofisticado sistema de dominación. Con EUA y su industria cultural en cabeza, el neocapitalismo reemplazaba el viejo, aparatoso totalitarismo por un totalismo de nuevo cuño, hegemónico a fuer de persuasivo y seductor. Y consumó su afán en la década de los noventa, cuando el derrumbe del sovietismo le puso en bandeja la conquista de la economía, la política, la moral, la ideología y el medio ambiente, no solo intramuros de Occidente, sino en el planeta entero.

Puede decirse que hasta entonces, cuando se hizo patente el tránsito de la modernidad a la posmodernidad, amplios sectores de la realidad habían escapado a esa absorción. Desde mediados del XIX, las artes venían reclamando la autonomía que de hecho iban perdiendo, en oposición al realismo epidérmico que el sistema tecnoindustrial alentaba. La política era todavía un ámbito de enconada contienda, en el que los partidos y facciones defensores del statu quo debían vérselas con el marxismo y sus estribaciones, además de con la inquietante subversión anarquista. La ética y la moral bebían aún en fuentes relativamente autónomas, fuesen laicas o sobre todo religiosas, muy poco antes de que la secularización mutase la faz y la entraña de las costumbres. Y la lucha por las ideas y las creencias —el ámbito ideológico— se nutría del fértil hiato entre lo existente y lo posible, engendrador de utopías.

Durante la convulsa primera mitad del siglo XX, última fase de la Modernidad, el capitalismo llevaba camino de alcanzar el “estadio más avanzado de la alienación”, al decir de Marcuse; de consumar, en alas del culto a la tecnología y a una economía deshumanizada, el proceso de desencantamiento del mundo que Max Weber había anunciado; y de apisonar, a lomos de la globalización, no solo la naturaleza interior de los sujetos, sino la exterior del planeta entero.

Dar un paso atrás para contemplar el bosque del mundo contemporáneo permite advertir una trascendente diferencia entre ambas formas de dominio

Dar un paso atrás para contemplar el bosque del mundo contemporáneo, y no solo los árboles de la actualidad, permite advertir una trascendente diferencia entre ambas formas de dominio. El totalitarismo clásico debía reforzar la persuasión con la represión policial y militar para imponerse, y desencadenar pavorosas guerras intra e interestatales. El totalismo, en cambio, se distingue por la absorción de la vida pública, privada e incluso íntima; porque la realidad social y simbólica que construye tiende a integrar las alternativas y disidencias, y a homogeneizar las distintas culturas y tradiciones; y, en fin, porque quienes detentan el auténtico poder, tras los bastidores del teatro político, se valen de una apabullante “industria elaboradora de la consciencia”, en palabras de Enzensberger, para urdir la más seductora modalidad de hegemonía de que se tiene noticia, al menos desde el Renacimiento a esta parte.

La disuasión armada sigue siendo empleada, desde luego, aunque cada vez menos en una sociedad ilusa que ha convertido en colosal, inadvertida versión posmoderna de la caverna platónica la formidable diversidad de imágenes, relatos y discursos que los media y el ciberentorno difunden. Aunque creemos haber desterrado los mitos, habitamos dentro del más abarcante de ellos. Vivimos en una era secular, en la que la fe religiosa es optativa e ídolos flamantes sustituyen a los viejos: el del consumismo y la inasequible felicidad ahora y aquí, gracias al dios mercado; el de la identidad, engañoso antídoto del vértigo que suscita la mundialización; el del desaforado individualismo, embriagado por el culto al tener; el de una tecnología que ha dejado de ser medio para devenir fin en sí; el de un progreso suicida en clave acumulativa y economicista, que ha puesto en jaque la biosfera.

Justo es celebrar las virtudes de la civilización occidental, con la Ilustración y la democracia en cabeza, y defenderla de las amenazas totalitarias, internas y externas. Pero también abrir los ojos a los daños que su deriva totalista inflige, y a la cada vez más feroz resistencia que su maquillada arrogancia despierta.

Albert Chillón es profesor de la UAB y escritor

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