¡Unidad, unidad, unidad!
¿Qué sentido tiene que, sabiendo que no no se puede celebrar la consulta, sus promotores actúen como si fuera posible?
Probablemente muchos ciudadanos catalanes no concedan mayor importancia a las reiteradas apelaciones a la necesidad de unidad del bloque soberanista que viene haciendo en las últimas semanas Artur Mas, y tiendan a considerarlas como las típicas expresiones retóricas del lenguaje político, sin demasiada trascendencia real. También los habrá, sin duda, que afinarán algo más la interpretación y pensarán que la destinataria casi exclusiva de tales apelaciones es ERC, de cuyo apoyo parlamentario depende el gobierno de CiU. Pero convendría no olvidar a esas otras formaciones políticas cuya participación en el proceso ha resultado hasta ahora fundamental, como mínimo para atribuirle una legitimidad política —transversal en diversos sentidos— de la que de otro modo tendría muy difícil presumir.
No descarten que tenga que ver también con esto una decisión que parece haber sido tomada en la sala de máquinas del movimiento soberanista (con oficinas en la Generalitat, la sede de ERC y la de la ANC): por más que se tenga la absoluta certeza de que no se va a celebrar la consulta, hay que hacer hasta el último momento como si fuera posible su realización, como si nada estuviera perdido del todo, como si en el instante postrero todavía pudiera ocurrir que el sueño largamente perseguido se materializara.
¿Qué sentido tendría semejante decisión? Por supuesto que mantener excitadas, ilusionadas y en tensión a las propias fuerzas de manera que, cuando por fin hubiera que anunciar la verdad, pudiera reconvertirse la previsible irritación en combustible con el que afrontar las nuevas etapas, sean estas cuales sean. Pero tampoco habría que descartar que la decisión responda a un segundo propósito, el de, a base de poner en exclusiva el foco de la atención sobre la consulta misma (convirtiéndola en un auténtico test de la calidad de la democracia en España), soslayar la cuestión, por lo que se ve ciertamente embarazosa para algunas de las formaciones que apoyan el proceso, de definir su posición ante el contenido de las preguntas planteadas en la consulta en cuestión.
No cabe desdeñar el dato, a mi juicio francamente escandaloso, de que dos de los partidos integrados en el bloque soberanista, ICV y Unió, hayan estado posponiendo hasta después de la convocatoria de la consulta hacer pública la decisión acerca del sentido de su voto. ¿Es posible que, a estas alturas, ninguna de las dos formaciones tenga definida su posición al respecto? ¿Le parece a sus direcciones un asunto menor o irrelevante comunicar a sus militantes y votantes en qué sentido invitan a votar? ¿Se imaginan a Alex Salmond reclamando a lo largo de diversas legislaturas un referendum de autodeterminación, pero declarando, cuando se le preguntara por la posición de su partido, que esperaría a que el gobierno de Londres lo convocara para decidir si estaba o no a favor de la independencia de Escocia?
Se comprende que no falten malpensados que sospechen que tan llamativa dilación persigue evitarse el mal trago político de tener que hacer pública por fin su apuesta y que, en el fondo de su corazoncito, ambas formaciones preferirían que la consulta nunca se celebrara, precisamente para mantener alzada la bandera de su reivindicación, pero sin coste político alguno (de hecho, hay quien ya está barruntando la iniciativa de promover una ILP a nivel europeo para poder prolongar un tiempo más tan confortable estrategia).
Pero probablemente para entender mejor la naturaleza de esta frágil unidad a la que tanto apela Mas resulte útil recurrir a la figura del llamado dilema del prisionero, en el que la cooperación o la traición de cada uno de los encerrados con sus compañeros de encierro está en función de lo que calcula que harán estos a la hora de ser interrogados por la policía. Aquí también, las diferentes fuerzas políticas que componen el llamado bloque soberanista parecen venir actuando en función no de sus propias convicciones (ignotas en algún caso) sino de no quedar descolgadas de un proceso que confían en que resulte exitoso.
Es bajo esta misma clave —de adaptación acomodaticia, en definitiva— bajo la que se puede interpretar también la conducta de quienes, definiendo claramente (a diferencia de los anteriores) su posición ante el contenido de las preguntas de la consulta, nunca se han dignado explicar las razones por las que han terminado inclinándose por unas determinadas respuestas. Ahí están quienes desde las filas de la casta política catalana de más rancio abolengo han declarado que no eran independentistas pero que, “a pesar de ello” (?), votarían SÍ / SÍ.
“Independència per canviar-ho tot” es uno de sus eslóganes favoritos: flatus vocis perfecto mientras no especifiquen qué contiene ese tot, en compañía de quién emprenderían la tarea y —sobre todo, teniendo en cuenta cómo está el patio— en qué sentido pretenden cambiarlo. ¿Y qué decir, en fin, de quienes han afirmado, con la mayor solemnidad antisistema y asamblearia de la que son capaces, estar en contra de todas las fronteras y que, “precisamente por ello” (?), votarían SÍ / SÍ (o sea, apoyarían que se levantara una nueva frontera, esta vez a la altura del Ebro)?.
Manuel Cruz es catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona.
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