De la economía colaborativa al timo
En un escenario de crisis y fraude fiscal, y necesidad generalizada el sueño colaborativo puede acabar en la pesadilla del sálvese quien pueda
Algunas de las empresas nacidas de las nuevas posibilidades que ofrece Internet irrumpen de forma regular en la prensa y el debate público. Uber y Airbnb, empresas que ofrecen servicios de taxi y alojamientos turísticos, respectivamente, son hoy protagonistas, como ayer lo eran las webs de intercambio de música. La combinación de globalización e Internet permite que personas que no se conocen pongan en común recursos, desde sus casas y sus coches a sus habilidades.
Ante estas nuevas realidades, la sociedad bascula entre la curiosidad, la estupefacción, la seducción y el rechazo. Las Administraciones públicas, por su parte, parecen sucumbir a la esquizofrenia, alabando por la mañana las posibilidades de las nuevas tecnologías y prohibiendo por la tarde sus líneas de negocio. Es indudable que el debate requiere aportaciones que se alejen del optimismo y del pesimismo tecnológico para buscar respuestas políticas a un fenómeno emergente y con consecuencias sociales profundas, como ha evidenciado el caso de Airbnb en la Barceloneta. El objetivo de este artículo es aportar elementos para tratar de diferenciar entre grano, paja y timo.
La economía colaborativa (sharing economy) parte de una premisa sencilla: internet y la globalización permiten el intercambio de recursos entre iguales, sin necesidad de que estos conozcan ni residan cerca. Esta posibilidad abre la veda a un sinfín de utopías basadas en el intercambio, la solidaridad, la confianza y la generosidad. Desde personas que regalan su conocimiento en redes sociales a conductores que comparten su ruta diaria al trabajo, pasando por colectivos que antes estaban fuera de los círculos tradicionales de financiación y ahora pueden acceder a un público interesado a través de plataformas de micromecenazgo (crowdfunding).
En el paraíso utópico de la desaparición de los intermediarios aparecen comisionistas que se lucran del trabajo ajeno sin pagar salarios, cotizaciones sociales ni impuestos
Hasta aquí el grano utópico. Pasemos ahora a la paja, precursora del timo. El discurso de la economía colaborativa está lleno de buenísimas intenciones, pero también de premisas preocupantes. En la economía entre iguales, todo recurso es un activo que hay que movilizar. Si tu coche está aparcado, ¡no estás maximizando su valor! Si tu casa está vacía, ¡es ineficiente! Si tienes la tarde libre, ¡no estás movilizando tus activos! Y de repente la visión solidaria y altruista queda oscurecida por los muy poco innovadores nubarrones de la eficiencia y la maximización del valor. Y en el paraíso utópico de la desaparición de los intermediarios aparecen de repente comisionistas que, como los empresarios de antaño, se lucran del trabajo ajeno sin pagar salarios, cotizaciones sociales ni impuestos. A Internet y la globalización, pues, se les suma una tercera variable que encaja mal con los discursos autocomplacientes de la colaboración: la crisis y la precariedad.
En un escenario de crecientes desigualdades, ¿qué encaje tienen modelos de negocio basados en el lucro a bajo coste del intermediario y la precarización total tanto de quien aporta los recursos como del usuario? En el caso de empresas tipo Airbnb y Uber, la economía colaborativa queda reducida al capitalismo del “quítate tú para ponerme yo”. Eso explica que el sistema de precios dinámicos de Uber haga que estos se multipliquen en casos de emergencia, como ante el paso del huracán Sandy por Nueva York a finales de 2013. O que la promesa de alojamiento barato de Airbnb sea a costa de la falta de protección de propietarios y usuarios. Y aunque alguien con muchas casas o muchos coches puede llegar a convertir estas plataformas en una fuente de negocio, para la mayoría, movilizar los activos no es más que la única forma de llegar a fin de mes. Como han apuntado algunos, esto no es economía colaborativa, es capitalismo del desastre.
Evidentemente, existe una economía colaborativa basada en Internet, en la que los intermediarios no se lucran de la necesidad ni nadan en el fraude fiscal, sino que construyen plataformas auto-sostenibles basadas en la solidaridad y el altruismo. Distinguir entre los dos modelos es imprescindible para la necesaria supervivencia de estos segundos, aunque no es sencillo. En el mundo de las webs de alojamiento, transportes y micromecenazgo, por ejemplo, conviven los dos modelos, e incluso iniciativas que empezaron como una apuesta colaborativa y han acabado entregadas a las dinámicas del capitalismo del desastre al recibir financiación externa.
Al final, el modelo de negocio basado en las posibilidades de Internet en un escenario de crisis y un contexto de laxitud con el fraude fiscal y la economía sumergida puede acabar convirtiendo el sueño de la colaboración en la pesadilla del sálvese quien pueda y la desregulación. Si bien la sustitución de los viejos intermediarios por los nuevos comisionistas forma parte de la normalidad, que en el proceso se generen bolsas de precariedad, desprotección y fraude ni es inevitable ni es culpa de Internet. De la capacidad que tengamos para reconocer las distorsiones de nuestro sistema en el espejo de estas nuevas iniciativas dependen muchas cosas, y una de ellas es la capacidad para hacer políticas públicas responsables, justas y aplicables en la era de la información. Bienvenida sea pues la economía colaborativa. Pero que no nos vendan gato solidario por liebre comisionista.
Gemma Galdon Clavell es doctora en Políticas Públicas
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