Elogio de la traducción
El potencial de una Cataluña híbrida, precursora del mundo que viene, ha sido desdeñado por una parte de España
A Julie Wark
En un libro delicioso, Francesc Parcerisas defiende la importancia capital de la traducción en el contacto entre dos personas o dos culturas diferentes. Sense mans. Metàfores i papers sobre la traducció recoge una serie de reflexiones de este poeta, crítico y traductor a propósito de la que él define como la profesión más antigua del mundo. La traducción es una técnica al servicio de embajadores, viajeros y lectores que es todavía más ineludible en un mundo cada vez más conectado. El acto de traducir también está presente en nuestra vida cotidiana, cuando desciframos noticias, leemos libros o interpretamos mensajes, pero más allá de su dimensión instrumental, lo que aquí interesa es poner de relieve su valor político y cultural.
La reflexión viene a propósito de la riqueza lingüística de Cataluña. Según el último informe del Institut d'Estudis Catalans, el catalán tiene más de 10 millones de hablantes y goza de un reconocimiento social que lo ha convertido en la lengua vehicular de la vida política, social y cultural de Cataluña. Para la generación crecida en democracia y formada íntegramente en catalán, es la forma natural de relacionarse con el mundo. Hoy, el constante surgimiento de editoriales independientes en catalán y su abundante presencia en la red son algunos de los signos de su buena salud. Al mismo tiempo, también es incontestable que hoy en Cataluña es posible formarse en catalán y ser bilingüe.
La convivencia entre las dos lenguas ha sido posible gracias a la enseñanza del castellano en la escuela, la mezcla con una importante población proveniente de otras partes de España y de América Latina y la fuerza del castellano como lengua global. Si a ello le añadimos las más de 200 nuevas lenguas que se hablan actualmente en Cataluña gracias a la inmigración, llegamos a un escenario lingüístico rico y complejo al que muchos catalanes nunca querrían renunciar.
Francesc Parcerisas equipara el traductor a un buen espía, en la medida en que debe conocer a la perfección a los dos bandos
Quizás por su peculiar historia, Cataluña ha sido una tierra de grandes traductores. La escuela de la Fundació Bernat Metge o la tarea de autores como Josep Carner, Josep Maria de Sagarra o Carles Riba son puntos culminantes de una larga tradición de buenos traductores cimentada en una sociedad en la que sus ciudadanos pueden hablar y soñar indistintamente en varias lenguas.
Pero ¿cuál es el interés político y cultural de la traducción? En primer lugar, la traducción es el paradigma del intercambio cultural porque parte de la hipótesis de que las lenguas nunca son tan extranjeras como para ser radicalmente intraducibles. Todo se puede traducir, decía Paul Ricoeur, pero en cambio nunca puede haber una traducción perfecta. La humildad del traductor, que sabe que siempre se pierde algo por el camino y que todo podría expresarse de otra manera, es un valor que tiene evidentes connotaciones políticas. Por otro lado, el traductor es un mediador que permite preservar la singularidad cultural facilitando al mismo tiempo el diálogo entre lenguas y herencias muy lejanas. El valor cultural de la traducción radica en esta capacidad para conciliar la existencia de culturas diferentes con una única Humanidad. Finalmente, Francesc Parcerisas equipara el traductor a un buen espía, en la medida en que debe conocer a la perfección a los dos bandos, interpretar, anticiparse y también ser consciente de la ignorancia de ambas partes. Esta empatía del traductor, que debe ponerse en la piel de otra persona y acompañarla hacia otro universo de significados, también tiene una clara resonancia política. En el libro, son constantes las referencias geográficas, como cuando Parcerisas afirma que la traducción es una isla entre dos continentes o establece un bonito paralelismo con los mapas, que con sus proyecciones geográficas siempre son traducciones relativas que requieren interpretación. Quizás esta íntima conexión entre traducción y cartografía explicaría por qué Cataluña también ha engendrado una buena escuela de geógrafos.
El potencial una Cataluña híbrida, característica tan precursora del mundo que viene, ha sido desdeñado por una parte de España. La España que “desprecia cuanto ignora” ha sido incapaz de leer su pluralidad lingüística como riqueza y, en cuarenta años, no ha querido inventar un sistema que promueva el conocimiento mutuo ni la traducción entre literatura castellana, vasca, gallega y catalana, de la misma manera que todos hemos leído el Lazarillo de Tormes y La Regenta. Esta miopía se ha concretado en intentos uniformizadores que tienen en la ley Wert y la sanción a las emisiones en catalán en Valencia sus últimas aberraciones.
Como reacción, Cataluña ha adoptado una actitud a veces excesivamente defensiva, alimentada por la evidente asimetría entre catalán y castellano que ha acabado llevando a la conclusión de que una cultura siempre necesita Estado. La autoconciencia de vulnerabilidad no justifica la falta de autocrítica ni de osadía para enriquecer el debate cultural. No entender que la Generación del 98 nos está hablando o despreocuparnos, por poner otro ejemplo, del inglés y de las Humanidades nos desconecta de nuestra mejor tradición, aborta nuestro potencial y olvida que ser singular significa siempre hablar al mundo.
Judit Carrera es politóloga
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