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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La garra del fin del mundo

En busca del puma y su leyenda por las tierras salvajes de la Patagonia chilena con Chatwin y Coloane en la memoria

Jacinto Antón
Los pumas y otros animales del Museo de la fauna Patagónica de Puerto Natales.
Los pumas y otros animales del Museo de la fauna Patagónica de Puerto Natales. GUILLERMO CERVERA

"Si quieres ver un puma tu hombre es el Wayaja", me dijo Pedro mientras caminábamos bordeando el mar en Puerto Natales, junto al Seno de Última Esperanza. ¡Pues claro que quería ver un puma!, pensé con ferocidad mientras me cerraba bien el anorak y me encasquetaba el gorro de lana para que me cubriera las orejas. Caía la tarde y soplaba con violencia un viento gélido que rizaba de espuma las aguas sobrevoladas por decenas de cormoranes negros como espectros. Inspiré con fuerza para llenarme de toda la intensidad de aquel lugar remoto y salvaje. En mi cabeza bullían juntos Chatwin y Coloane ("también hay malos entre los capitanes, pero no cobardes"). Guiado por ellos y por la Cruz del Sur que destellaba en la limpia noche austral como trazada con diamantes sobre terciopelo yo recorría los parajes del fin del mundo con un entusiasmo febril que apenas dejaba resquicio al miedo. El sitio era tan distante que me sentía más allá de la nostalgia, e incluso del retorno.

Había llegado a Punta Arenas desde Santiago de Chile y recorrido una larga carretera desierta, incluido un tramo junto al estrecho de Magallanes, que ya es lejanía. Cuando hacíamos un alto en el camino, junto al rancho Corazón de Escarcha, por ejemplo, yo bajaba del coche a la vez entusiasmado y sobrecogido con aquellas latitudes australes plenas de montaraces promesas. Entonces, perseguía bajo la lluvia a un ñandú para hacerle una foto o me quedaba mirando extasiado la tierra inhóspita y agreste que se extendía infinita hasta tocar el cielo.

Carla, una joven brasileña de Ouro Preto, de grandes ojos negros y cuerpo felino embutido en ropa térmica muy ceñida y cuyo único defecto visible era que viajaba con su novio, amenizaba el trayecto. Fue ella la primera en mencionar los pumas. "Es posible que los veamos en las Torres del Paine". Yo ya no pude pensar en otra cosa. En los pumas, quiero decir. Para mí representan la quintaesencia de la aventura americana. En El cazador de pumas, Zane Grey narra la peripecia de un grupo empeñado en capturar varios ejemplares de esas fieras. "Los llameantes ojos del puma, su boca abierta mostrando los blancos colmillos, sus persistentes e irritados gruñidos, eran cosas que ciertamente no estimulaban para estar tranquilo". Ciertamente, ciertamente.

Un par de días después ya estaba recorriendo las inmensidades del parque nacional de Torres del Paine, con los ojos pegados a los prismáticos escudriñando cada roca, cada matorral en busca del puma (hay acreditados 60), mientras me sobrevolaban majestuosamente los cóndores. Los pumas, que llegan a medir más de dos metros y pesar por encima de los cien kilos —un pedazo de gato, vamos—, no se cuentan entre los más conspicuos devoradores de hombres pero se han zampado a más de uno, y los ataques a humanos, sobre todo cuando están estresados (los pumas), no son raros. Durante las guerras apaches, se registró el episodio de un soldado de caballería herido por los mescaleros y luego rematado y devorado por un puma, lo que parece un caso de notable mala suerte. En 1998 un ejemplar se metió en el edificio de una empresa de plásticos de Vancouver pero consiguieron encerrarlo en una oficina. Otro amedrentó a los jugadores de un campo de golf en Chico, California, enseñoreándose del hoyo número 14.

Depredador generalista, en la región de Magallanes se alimenta de guanacos pero también de ovejas, potros y vacas, lo que le hace muy odiado por los ganaderos, que tradicionalmente han puesto precio a su piel.

"Huella de puma", estableció Pedro, el guía, señalando junto a la Laguna Azul. Rastreamos infructuosamente. Me consolé con un hueso de guanaco mordisqueado. Más tarde, ya de regreso a Puerto Natales, Pedro me explicó que los pumas son muy difíciles de ver a no ser que tengas mucha suerte o te guíe un experto como el Wayaja. José Vargas Sandoval, Wayaja, es un guarda del parque Torres del Paine y especialista para encuentros (felices) con pumas. Ha llevado hasta los felinos a numerosos naturalistas, fotógrafos y equipos de filmación internacionales. Bien me podía llevar a mí. Pedro me acompañó a su casa en Puerto Natales. Yo temblaba de excitación. Pero su mujer nos dijo que estaba de guardia en el parque durante varios días y no volvería antes de mi partida. Quedaba la suerte: estuve a punto de tenerla cuando un gran animal surgió entre la maleza en el sendero de acceso al lago del glaciar Grey, pero resultó ser la otra gran joya faunística de la zona, un ciervo huemul. Yo no me resignaba. No me iba a ir de la Patagonia chilena sin ver un puma, qué demonios.

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Siempre hay atajos y, en fin, también Chatwin había sido un poco tramposillo. Así que dirigí mis pasos al Museo de la Fauna Patagónica, ubicado en el colegio de los salesianos de Puerto Natales. Arrastré conmigo al fotógrafo Guillermo Cervera, que ha cubierto varias guerras y está siempre ávido de experiencias fuertes. En el colegio se sorprendieron de nuestra llegada; no suelen tener muchos visitantes, y menos tan excitados. Una joven nos acompañó con una llave, abrió la puerta, encendió las luces y nos dejó en el museo a solas. Era una gran sala ocupada por una masiva y ajada colección de animales disecados, reunida esforzadamente por Antonio Romanato, maestro coadjutor salesiano. "Precioso trabajo de taxidermia para la admiración de diversas generaciones que visitan el Sur del mundo, educando en el cuidado y preservación de las especies nativas de la Patagonia", resumía un cartel. Resultaba una visión espectral. Darder hubiera estado a gusto en este viejo rincón tan lejos de Banyoles. Por suerte no había ningún indio alacalufe disecado.

Ahí estaba, por fin, mi puma. En realidad toda una familia, con su cubil y sus cachorros. Para ser sincero no parecían muy vivos, casi ni parecían pumas. Nada que ver con las magníficas fieras que poblaban las tierras salvajes allá afuera, y mis sueños. Aprovechando que estábamos solos y que no me iban a morder me adentré en el polvoriento diorama de cartón piedra apartando un cráneo de guanaco y acaricié al macho que permanecía con la boca abierta mostrando los colmillos. Pareció gruñir, trastabillé y le pisé una pata. Al tratar de arreglar el desperfecto se soltó una uña de la garra. ¡Una uña de puma! Me quedé mirándola estupefacto en la palma de mi mano. Todo un universo de maravilla, la Patagonia, se esencializaba en ese pequeño apéndice curvo. El confín del mundo era esa uña, como lo eran la piel del milodón de Chatwin y los cúteres loberos de Coloane, esbeltos como albatros. Cerré el puño en torno a mi tesoro hasta hacerme sangrar y salí corriendo al aire salobre para ver las cumbres nevadas y el mar embravecido, mientras el cielo viraba al carmesí y la vida se espesaba con todo el sabor de la aventura.

Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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