De grafitis murales a firmas furtivas
La fracasada política sancionadora de las ordenanzas de civismo con las pintadas provoca que las persianas de los comercios se llenen de ‘autógrafos’
La tarde del 9 de diciembre de 2010, el todavía líder de la oposición en el Ayuntamiento de Barcelona, Xavier Trias, se reunió con un grupo de ocho grafiteros en el Bar Kimera, un sencillo local frecuentado por gente joven en la calle Mozart del barrio de Gràcia. Los ánimos estaban caldeados en un sector del grafiti barcelonés, formado por los partidarios de pintar con permiso municipal y de mantener una relación cordial con las autoridades. El motivo: el Instituto de Paisaje Urbano del Consistorio había empezado a multar tanto a grafiteros como a los comerciantes que les contrataban para decorar las persianas de sus comercios.
En la reunión, Trias se desmarcó de la mano dura impuesta por la ordenanza de civismo de 2006 (aprobada con los votos favorables de su partido, CiU, el PSC y ERC), les aseguró que encontraba horrible el gris de las persianas de la ciudad y se mostró partidario de fomentar la vertiente “más artística” de este fenómeno. “Es muy raro que multen a un comerciante por pintar su persiana”, deslizó a los jóvenes, entre los que se encontraba Marc García, el responsable de la iniciativa Persianes Lliures, que ponía en contacto a grafiteros y comerciantes para que los primeros les pintasen gratuitamente a los vendedores las persianas de sus comercios.
Las multas pueden llegar a los 3.000 euros en caso de espacios protegidos
En el Ayuntamiento son conscientes de que en Barcelona hay un problema con los grafitis: la política represiva no ha funcionado. A pesar de aumentar la presión policial y el presupuesto para limpiar pintadas, estas nunca se han ido de la ciudad. Lo único que ha cambiado ha sido su tipología: de grandes obras murales, llenas de color, que convirtieron Barcelona en un referente mundial del género, a rápidos tags [firmas] hechos en segundos a partir de que aumentó de la represión. “Los grafiteros tuvieron que adaptarse a los nuevos riesgos haciendo un grafiti más rápido y agresivo, precisamente el que más rechazo causa a los ciudadanos”, explica Alberto Feás, codirector de la revista Goodfellas, radicada en Barcelona y que muestra tanto obras legales como ilegales.
Desde septiembre de 2011, el alcalde sondea en privado —personalmente o a través de Carles Agustí, comisionado de Participación Ciudadana—, a algunos de los principales actores del grafiti barcelonés: artistas, publicaciones, asociaciones… En las reuniones también participan tanto miembros del Área de Medio Ambiente como trabajadores del área de Planificación Estratégica o de Gestión de Conflictos. El Consistorio —que gasta anualmente 3,9 millones de euros en limpiar pintadas— busca una solución, pero no quiere arriesgarse. Ha pedido incluso informes a consultores externos para que estudien cómo tratan este problema las principales capitales mundiales, según aseguran fuentes municipales. Las mismas fuentes reconocen que la prudencia es imprescindible en esta negociación: se enfrentan a un movimiento totalmente anárquico, sin representación unitaria, y cuya principal premisa para muchos de sus participantes es la ilegalidad. “Una gran parte de los grafiteros de Barcelona no quiere ni oír hablar de cualquier iniciativa que provenga de una institución pública”, explican.
Hay otro sector, sin embargo, partidario de llegar un acuerdo con el Consistorio para que se habiliten espacios para pintar. La asociación más representativa es Murs Lliures, creada por los impulsores de Persianes Lliures después de que el Ayuntamiento empezara a multar a los comerciantes. La asociación consiguió, después de años de trabajo y actos reivindicativos, que el Consistorio cediera tres espacios (uno en la plaza de les Tres Xemeneies, uno en el Fòrum y otro cercano a la Torre Agbar) y se prevé que en noviembre se les ceda otro en el barrio de Sant Martí, según aseguran algunos de los participantes en las conversaciones. “El spray no es una pistola”, explica Marc García, su principal impulsor, quien asegura que en un principio en el Instituto del Paisaje Urbano les trataban de gamberros. Según García, el principal objetivo de su asociación es que “cualquier persona pueda pintar en la calle, no solo los grafiteros”.
“Antes, se paraban a verme; ahora, pinto por la noche y lo hago clandestinamente”, dice un grafitero
Pero la iniciativa de García, a través de la cual el grafitero debe registrarse en su web para poder acceder a los permisos para pintar los muros liberados, no gusta a la mayoría de grafiteros. “El grafiti cuenta con sus propios códigos que regulan la renovación de las paredes en función del prestigio del grafitero”, explica uno de los más respetados de Barcelona, que prefiere mantener el anonimato. “Murs lliures se basa en una regulación de las paredes que olvida por completo este código”. Todos los grafiteros consultados para el artículo han cargado contra esta iniciativa y aseguran que no la quieren usar, más allá de señalar que Marc García, su principal impulsor, nunca ha pintado y por tanto no comprende su idiosincrasia. “No llevo 15 años en esto para pintar un Mur Lliure y que al cabo de tres meses venga un crío y pinte encima de mí cualquier mierda”, explica otro grafitero. “Estamos hablando de una domesticación del grafiti”, cuenta Alberto Feás, “para la mayoría de los seguidores de esta subcultura, si alguien pinta con permiso, su acción deja de considerarse grafiti y se convierte en simple pintura mural”.
Si en algo coinciden Feás, García y los grafiteros es que, a raíz de la ordenanza de civismo, las referencias para los jóvenes que se inician en este mundo han cambiado mucho. “Si el único referente que tienen en la ciudad son los tags, es normal que se vean influenciados por este tipo de grafiti”, explica García. “Los grafiteros que no sucumbieron a la ordenanza han influenciado a las generaciones posteriores”, añade Feás; “se ha fomentado un grafiti que antes no era tan común”. Desde el Consistorio aseguran que los esfuerzos policiales van dirigidos “prioritariamente” hacia los que pintan tags. Entre enero y septiembre de este año se han interpuesto un total de 237 denuncias por pintar grafitis, con sanciones que pueden llegar a los 1.500 euros (3.000 en el caso de espacios protegidos). Los grafiteros, sin embargo, niegan que sea así. “La caza de brujas a la que nos hemos visto sometidos desde 2006 no ha hecho distinciones”, explica uno de ellos. “Antes me pasaba horas en el centro pintando tranquilamente mientras los turistas me hacían fotos”, recuerda. “Ahora salgo a hacerlo clandestinamente por la noche”.
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