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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La fosa común

Ya acabada la guerra, fue un Estado el que decidió que media España debía pisotear a la otra media para que no volviera a levantarse

Esqueletos de una fosa común con las manos atadas con alambres, en Málaga.
Esqueletos de una fosa común con las manos atadas con alambres, en Málaga. julián rojas

“Los muertos vuelan en la luz, se acuerdan de los árboles y lloran”, escribe José Luis Rey en un poema de Volcán vocabulario. Es cierto: los muertos vuelan, nos sacuden, en la luz y en el aire, o quedan sumergidos en el mar de una tumba inasible, como ocurrió en Argentina durante la dictadura. Han desaparecido, pero están: mientras quede el recuerdo, mientras guarden su voz, en la palabra alzada de los familiares que siguen vindicando esa dignidad del reconocimiento del lugar y del crimen, de la atrocidad. Es lo que ha venido a decir la comisión de expertos de la ONU que ha visitado la fosa común del cementerio de Sevilla: que la combinación de la ley, los jueces, los fiscales y la Ley de Amnistía de 1977 ha ido logrando que en España exista lo que se ha llamado un “patrón de impunidad” en los casos de desapariciones forzadas ocurridas durante la Guerra Civil y la dictadura; así, estamos ante “una lamentable impunidad, no hay ninguna investigación judicial efectiva ni ninguna persona condenada”. Para la comisión, “el Estado debe comprometerse de manera más activa”.

Los expertos piden que las desapariciones forzadas sean tratadas como “delitos no prescriptibles”, y denuncian sendas diferencias, en cuanto a la colaboración institucional, en función del partido que gobierne en cada territorio. Así, la implicación administrativa en la búsqueda de las víctimas “depende altamente del partido político gobernante en cada lugar”, lo que conlleva “un trato diferente de las víctimas dependiendo del lugar de la fosa y no ofrece igualdad de aplicación de la Ley de Memoria Histórica”.

Nada, en realidad, que no supiéramos; pero algunas verdades, por más que sean conocidas, se hacen más evidentes en los ojos ajenos que nos cercan, nos estudian, sin la sutileza entretejida e interior de las medias verdades para una concordia.

Para empezar, quizá ya habría que distinguir entre los crímenes de la Guerra Civil y todos los posteriores. Porque durante la guerra había dos bandos en liza, cada uno con sus víctimas y con sus verdugos; y, aunque es cierto que uno de ellos tiene cubierto el país con sus placas de mármol a todos los caídos por Dios y por España, y no hay ningún lugar que nos recuerde a los otros caídos, sino un silencio opaco de años tétricos, conviene no olvidar que en una guerra civil, haya o no recuerdo de sus muertos, la crueldad, la barbarie, el abuso y el crimen se da —se dio— en los dos bandos. Sin embargo después, ya acabada la guerra, cautivo y desarmado el ejército rojo, es todo un aparato ejecutor formado por autoridades militares y civiles, magistrados, fiscales, fuerzas del orden —represivo—, de un Estado, el que decidió que media España debía pisotear a la otra media, en palabras de Jaime Gil de Biedma, para que no volviera a levantarse.

El asunto debiera concernirnos a todos. La crisis económica no debiera apartarnos de la inmediatez moral de un pueblo, pero sin apoyarnos en una terminología partidista que, en lugar de integrar, sigue recrudeciendo nuestras viejas heridas. Es lo que falló —lo que sigue fallando— en la comunicación de la Ley de la Memoria: que aunque entonces fueron los muertos de uno de los bandos, ahora ya tenemos uno solo: el democrático, el de la dignidad del ciudadano; del mismo modo que, al mirar a la Guerra Civil, ya todas las víctimas son nuestras. Lo decía Ignacio Martínez de Pisón en su estupenda novela Enterrar a los muertos: porque hay que enterrarlos ya, a los muertos de todos, por una cuestión de salud ética. Aunque cada uno tenga su propia lista de pérdidas, cuando se mire hacia atrás, como cuando se piensa en los asesinados durante la Transición o poco después de la muerte del dictador, no podemos seguir posicionándonos en función del bando familiar durante la contienda —tantas familias rotas por la guerra—, sino como víctimas por la democracia.

Precisamente por eso, hay que desterrar la impunidad. Quizá pocos verdugos podrán pagar por sus crímenes: algunos de ellos, además, no sólo fueron mantenidos en sus cargos, sino condecorados, por los primeros Gobiernos democráticos. Pero la necesidad de saber, la dignidad de saber, no puede ser obstaculizada por ninguna instancia administrativa. Se nos ha dicho que estas cosas es mejor olvidarlas, que hay que estar en el hoy. Pero por ese supuesto bien común, hemos ido cavando, todos estos años, una fosa común de enfrentamiento y de injusticia, en lugar de entender que, ya en democracia, aquellos muertos son muertos de todos.

Joaquín Pérez Azaústre es escritor

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