Las ranas
Barcelona tuvo 33 fábricas de paraguas a finales del siglo XIX
Ahora el tiempo es otra cosa y no hay forma de prever nada, pero hubo una época en que las vacaciones duraban apenas quince días y siempre eran en agosto. El tópico decía que si uno las cogía la primera quincena del mes entonces llovía, y si las hacía en la segunda también. Y no eran cuatro gotas, las tormentas estivales suelen ser poderosas y eléctricas, puro espectáculo pirotécnico de fiesta mayor. Y si el mal tiempo se prolongaba dos tardes todo el mundo ponía cara de fastidio, miraba hacia el cielo con resentimiento y sentenciaba: “Con tanta lluvia nos volveremos ranas”. En esa persistencia meteorológica afloraba la parte noucentista y aristofánica de la cultura catalana.
El paraguas fue inventado en el Extremo Oriente y popularizado por los ingleses
En la comedia helénica, las ranas solo aparecen breves instantes, como un coro en la niebla mientras el dios Dioniso ayuda a remar a Caronte, el barquero que cubre la línea Mundo de los Vivos-Mundo de los Muertos. En la versión autóctona era lo mismo, al primer rayo de sol todo el mundo se olvidaba el paraguas en el cine, en el taxi y debajo de las mesas de los cafés. Ranas, paraguas y gotas de lluvia, el final del verano. Ahí lo tienen, la discreta publicidad de Budescá en la calle del Clot. Ahora es un bazar chino, pero había sido una de las muchas fábricas de paraguas que tuvo la ciudad. En esta misma finca ya se fundó una paragüería en 1896, de la cual desconocemos el nombre. También sabemos que en 1912 el negocio cambió de propietarios, pero no de actividad. Para entonces esta industria ya era un valor asegurado, todavía sin cambio climático.
El paraguas lo inventan en el Extremo Oriente, lo perfeccionan los franceses en el siglo XVII, y lo popularizan los ingleses. A Barcelona llega algo más tarde, hacia finales del siglo XVIII. En esa época eran unos armatostes de hierro que pesaban unos cuatro kilos y que iban cubiertos de gruesa tela encerada, como los que producía Palladio Sanglás en su taller de la calle Escudellers. Como es comprensible, no fueron unos artefactos muy populares hasta que en 1852 Samuel Fox inventó las costillas de acero y el clásico mecanismo de cierre que hoy en día conocemos. Sólo dos años después abría la tienda de Raimon Amigó en la calle Assaonadors, donde se publicitaban las telas más ligeras y estampadas. Y en 1858 les acompañaba Bruno Cuadros, con su famosa tienda de la Rambla conocida por el dragón chino de su fachada.
Los primeros eran unos armatostes de hierro y pesaban cuatro kilos
Gracias a la creciente demanda, se comienzan a fabricar modelos con varillaje cada vez más finos. Según el Anuario General del Comercio, en 1870 el número de fábricas se mantenía, pero cada vez había más talleres dedicados a las telas para paraguas, como los existentes en las calles Carretas y Junqueras, o en La Rambla. En la década de 1880, el ramo conoció una gran huelga de operarios que desembocó en enfrentamientos con la autoridad frente a la fábrica de Sánchez Caro en la calle Trafalgar. Y en la siguiente década se pusieron de moda en los catálogos de las tiendas más selectas, como El Louvre de la calle Arcs. Según el Anuario Riera, en 1896 había treinta y tres fábricas en Barcelona, más las que pudiera haber en las poblaciones cercanas como El Clot. Había una en la calle Pelai que sufrió un incendio, aunque pudo apagarse a tiempo.
Estaba la de Josep Laporta en la calle del Carme, Sanmartí en Diputació, o Savignac y Cia de la calle Fontanelles. Seguramente, la más conocida de todas era la Samsó de la calle Rauric —donde se despacharon durante mucho tiempo las entradas para el teatro Romea—, o la Matute de la calle Urgell que pertenecía al padre de la escritora Ana María Matute.
Mientras tanto, en la calle del Clot seguía existiendo un taller de paraguas que en 1924 también abría una óptica. En esta época aparece el nombre de José Budescá asociado a la empresa, y este anuncio en teselas de cerámica. Aquí se fabricaban paraguas y sombrillas, de seda y de algodón, con varillas inglesas muy finas y caras empuñaduras que estaban desplazando a los viejos bastones de paseo. Durante los años treinta y cuarenta el paraguas se transforma en un objeto de primera necesidad, rara es la casa donde no hay uno. Comienza a conocer distintos tamaños y colores, plegables, automáticos, transparentes, y así hasta que Budescá y la mayoría de sus competidores se ven forzados a cerrar.
Ahora priman los paraguas chinos, a bajo coste, de usar y tirar, que un ejército de vendedores surgidos milagrosamente cual gremlins con las primeras gotas ofrecen a la puerta del metro. Si quieren recrear algo de aquel ambiente —ni que sea en espíritu— les recomiendo el restaurante Tapioles 53 en el Poble Sec, abierto en una antigua fábrica de paraguas de finales del siglo XIX.
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