“Vivimos de la morralla”
Un grupo de pescadores de Roses abre sus barcos a los turistas para “limpiar su imagen” y paliar la crisis
El Mèdan, el barco pesquero de Sisco Sastre, zarpa como cada mañana del puerto de Roses. Amanece y por el paseo marítimo, cubalibre en mano, aún quedan jóvenes que alargan la noche. Antes de salir a mar abierto, la embarcación detiene su lento avanzar a la altura de un pilar erigido sobre la escollera del muelle. Por segunda vez en lo que va de verano, Sastre tiene una carga extra. A los cinco tripulantes habituales se les une Jordi Mateu, de 68 años, uno de los turistas que ha querido pasar una jornada de pesca.
140 euros son los que ha desembolsado Mateu para compartir diez horas de navegación, pesca, historias, recuerdos, risas y muchos lamentos con los cinco marinos. “Cuando era joven fui una vez con amigo en un barco de estos, y me apetecía repetir la experiencia”, se justifica el neófito navegante.
Un farol culmina la pequeña construcción del espigón donde Sastre ha estacionado su barco. Es verano y la luz está apagada. En los frecuentes días nebulosos y en épocas del año en que el amanecer es más tardío, la lámpara se enciende para marcar el punto de salida. Una veintena de embarcaciones se colocan en formación junto al Mèdan. Sastre está tranquilo. Explica las bondades de su motor. Este le contesta con un rugido grave y una bocanada negra. A las siete de la mañana suena la bocina y comienza la carrera. Si alguien se adelanta, hay reprimenda por parte de sus colegas. Una ley no escrita dicta que el primero elige caladero y el resto chitón.
Una jornada entera en una embarcación de arrastre es de 140 euros
La cofradía de pescadores de Roses y la Estación Náutica del municipio han impulsado esta actividad turística. No ha sido fácil; la legislación prohibía la actividad, pionera en Cataluña. Tres años de negociaciones para recibir el visto bueno el Departamento de Agricultura, Ganadería y Pesca catalán y después del Gobierno central, recuerda Miquel Gotanegra, director de la Estación Náutica. La intención, asegura, es dar a conocer el oficio y desmentir algunos mitos asociados históricamente a la pesca de arrastre. “No reventamos el mar”, defiende Sastre. Pero como otros muchos sectores, este no es ajeno a la crisis y los ingresos extra han influido también en la decisión de los patrones para dejar entrar a turistas en sus embarcaciones.
Sastre explica la agenda del día mientras de reojo mira por el retrovisor el resto de embarcaciones: “Primero iremos por aquí cerca a ver si cogemos algo de pescadilla, y después a por la gamba roja y la cigala”. El grumete se interesa por tanta tecnología del puesto de mando. Ordenadores, radares y pantallas con datos y puntos indescifrables. Solo el timón de madera aguanta el pasar de los siglos. En uno de los monitores aparece una espantosa cruz roja con el texto CUCU. Se intuye el peligro. “Son rocas o barcos hundidos, no pasa nada si pasas por ese punto con la red recogida”, reconforta con paciencia el patrón.
Pero no todos los pescadores de Roses han visto de igual forma la llegada de turistas. Cerca de la mitad declinaron participar en la iniciativa. El mismo presidente de la cofradía del municipio se negó a adecuar su embarcación que marca la ley para una idea que veía abocada al fracaso. “Tenía que comprar balsas de emergencia y cuestan 1.200 euros y otros 200 de mantenimiento anual”, se lamenta.
Sastre aprovecha el viaje hasta el lugar donde echar la red para explicar la situación económica que atraviesa. “El pescado bueno no tiene precio, el otro día pagaban las gambas a nueve euros el kilo; mi padre vendía el producto más caro que yo”. Hay días que no cubre ni el gasoil que consume, unos 800 euros diarios, dice. El sueldo de toda la tripulación depende del pescado y marisco de alto valor, el producto barato es una propina que se reparte a partes iguales. “Pues ahora vivimos de la morralla que pescamos”.
“Gastamos más en gasoil de lo que nos pagan por el pescado del día”
Al cabo de una hora, una alarma rompe la tranquilidad del barco. Armados con katiuskas y mono impermeable, los cuatro tripulantes salen de su letargo para ocupar sus puestos en popa. “En una hora y media recogemos”, le explica el patrón a Mateu mientras con la cara le invita a que se relaje. En esas que Eduard Abad, la mano derecha del jefe, aparece para informar: “El desayuno está en la mesa”. Jamón, fuet y bull; en casa del herrero, cuchillo de palo.
Otra vez la alarma irrumpe la sobremesa. Es hora de recoger y Andreu se apresura a tomar posición en la cubierta del Mèdan. La red comienza a subir y como si surgieran del mar aparecen por la popa decenas de gaviotas simulando la escena de Alfred Hitchcock en Pájaros.
Cuando la red se abre y deja caer la captura, la cara del turista se vuelve un poema. Una montaña de conchas vacías y embadurnadas de barro llena la popa. Entre la basura marina hay alguna cigala pequeña y rapes. El patrón no parece inmutarse ante el desastre, pero reconoce, “con esto no hacemos nada”.
La tranquilidad del mar de la mañana se va truncando al ritmo del Garbí. La barca, de 24 metros de eslora, comienza a balancearse hipnóticamente. “Si no el barco inclinarse más de 50 grados, no te preocupes”, tranquiliza Julio Sastre, motorista del barco.
La jornada agoniza y solo queda una segunda oportunidad para mejorar la captura. Red abajo, tres horas de espera y recoger. Esta vez la pila es de un rojo intenso, el de la gamba local y las cigalas. Mateu atiende con regocijo las explicaciones del segundo de abordo. Según las primeras impresiones de los expertos, esta tongada tampoco solucionará la jornada. Mateu les mira con incredulidad. Pero los marinos tenían razón. La venta en la lonja, un mercado donde los proveedores ven como su trabajo se va por la borda, no hace más que darles la razón.
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