Dormir al raso con vistas a Monte Pío
En la dársena compostelana de Juan XXIII, donde murió un músico sin techo, extrabajadores con 20 años cotizados se acuestan frente a la residencia oficial
Si ve que alguien es de fiar, Godofredo sonríe con su boca despoblada e invita a pasar al pequeño rincón en el que guarda toda su intimidad. El alero que forma la dársena de Juan XXIII, a 200 metros de la catedral de Santiago, el arzobispado y el Hostal de los Reyes Católicos, a solo 10 del hotel monumento San Francisco, cobija historias humanas inimaginables para quien transita en coche oficial por la avenida que corre sobre el. En este refugio con cubierta de hormigón se alinean en bultos perfectamente definidos las escasas pertenencias de cada uno de los 15 transeúntes que aquí habitúan dormir. La llamada “zona vip” es la de techo más bajo, donde no se cabe de pie, porque entra menos la lluvia.
Los guiris se apean de los buses y “flipan por colores”. “Sacan el móvil y hacen fotos con disimulo” para mandar a casa. Solo uno entre estos moradores al raso tiene colchón. Los demás mullen el suelo con esteras o se apañan con cartones que piden en las tiendas de souvenirs. “Caprichos de Santiago”, rezaban aquellos sobre los que yacía Andrés Canet Requena, Caniche, el guitarrista callejero de 42 años que amaneció muerto, amoratado, con un líquido fluyendo de su boca y su nariz, en este lugar el viernes pasado. La noche anterior, sus amigos llamaron al 061 y una médico, “sin hacerle reconocimiento” alguno, determinó que se trataba de “un colocón”. “Abrigadlo, que duerma y mañana estará como nuevo”, afirman que dijo estos testigos.
“Aquí hay de todo como en botica, pero Caniche era de los buenos”, lamenta Godofredo, que vino de Asturias, trabajó de “camarero, técnico de montaje y albañil” y cotizó “22 años” hasta que se hizo autónomo. Luego le fue mal y quedó a la intemperie. Su montón de enseres es de los más limpios y ordenados de la dársena. Incluso se ha levantado un tabique de cartón, impoluto, tras el que elabora pulseras y llaveros de cuero abrigado del viento y de esta lluvia compostelana que cae casi en horizontal. Pese a la pérdida de un compañero, hoy Godo tiene razones para estar contento porque mañana va al dentista. La Cruz Roja le va a pagar los puentes que completarán su sonrisa. Ángel, “descendiente de los condes de Lemos, marinero de altura y decorador”, es ahora su inseparable socio en el negocio de los curtidos. Lo de negocio va en cursiva porque pese a que estos dos hombres de mediana edad trabajan trenzando de sol a sol, cuando van a las ferias a vender lo único que se ganan son multas.
4.000 sin techo en Galicia
En Juan XXIII, desde 2011 murieron otro par de personas. Un hombre mayor de nacionalidad portuguesa y un chico de 24 años llamado José. “Necesitaba medicarse y tomaba todas las pastillas juntas”, dicen sus amigos. “Apareció tieso” sobre uno de los cuatro bancos públicos que miran a Monte Pío.
Un portavoz de Cáritas comenta que en Santiago, “entre cajeros, la dársena y casas abandonadas” viven “200 transeúntes”. En toda Galicia “son unos 4.000 y cada vez hay más mujeres”; “el 80%, 90% llevan una vida extraña”, sigue. Muchos son toxicómanos, pero también los hay que solo beben para calentarse. En la Cocina Económica les sirven siete comidas y siete cenas al mes, y en el albergue de San Francisco se les deja pernoctar una semana, dos en situaciones excepcionales. “Para poder seguir comiendo, muchos se mueven todo el mes de ciudad en ciudad”, cuenta el portavoz. “Cuantificar los que mueren en la calle es difícil”, dice, “el año pasado, de los que controlábamos, en la diócesis fueron uno en Vilagarcía, dos en Santiago y dos en A Coruña. Casi todos van a la fosa común”.
La última les cayó en Noia, 40 euros por desplegar su mercancía artesana sin licencia municipal. La Policía Local de Santiago también les acaba de dar un toque. Los agentes les entregaron un papel azul en el que les advierten de que si los pillan queriendo vender una vez más les requisan todo. De nada vale que en Vieiros, el centro de transeúntes de Cáritas en Santiago, les enseñen un oficio si luego la Administración quiere sacar tajada de los que tienen cero patrimonio. “Los políticos nos impiden despegar”, se queja Ángel, impecablemente vestido, “si nos dejasen vender, tendríamos lo justo para vivir. No pedimos más”.
En Juan XXIII hay gente con inquietudes. “Somos Los Hombres de Piedra”, dicen con orgullo, citando el título de la revista de historias de la calle que edita en un PC del albergue de los curas el vasco Andoni Moreta, otro compañero de dársena al que todos reconocen un cierto liderazgo. Nada más morir Andrés Canet, Moreta colgó un vídeo de su amigo músico. Ángel es socio de la magnífica biblioteca que construyó el Estado al otro lado de la calle. En realidad, aquí la mayoría se han hecho el carné de lectores. Primero, porque nada más levantarse por las mañanas (en la dársena se madruga bastante) si están a tope los baños de la estación de bus pueden ir a asearse allí. Y segundo, porque en este lugar hay “personas con cerebro y con cultura”, ávidas de novelas de aventuras y periódicos en papel. Por si esto fuera poco, en la biblioteca Ánxel Casal hay calefacción y café de máquina a buen precio.
El día que vino Benedicto XVI hubiera habido una foto de premio que se quedó sin hacer. El Papa y su pompa llegaron a la catedral por la vía que pasa sobre la dársena de los desheredados. El alero que cobija a estos sin techo, además, ofrece una estupenda vista de la residencia oficial del presidente de la Xunta. Monte Pío es justo lo que queda enfrente, y luce mucho, con sus líneas horizontales, su bandera y sus jardines, en las puestas de sol. Con fijarse un poco, los vagabundos pueden saber a qué hora llega a casa Feijóo, lo mismo que antes Touriño y Fraga, porque todo ese tiempo, y más, lleva instalada en el lugar esta colonia. Ángel, precisamente, fue el vecino de plaza que certificó el fallecimiento de Caniche. El compañero de cueva “había estado tocando la guitarra todo contento” por la tarde, pero luego se sintió mal y se acostó bajo su par de mantas. Había tomado, al parecer, lo que otras veces: cuatro litros de vino, metadona, porros y varios Trankimazín. Pero todos se dieron cuenta de que aquello no iba, y telefonearon al 061. “La médico, o la enfermera, que no sabemos lo que era, lo meneó un poco con la mano sin destaparlo. Lo llamó, ‘Caniche, Caniche’, pero él no podía ni hablar”, cuentan varios residentes de la dársena. “Si se lo hubieran llevado al hospital, a lo mejor lo habrían salvado con un lavado de estómago”. Pero no lo hicieron. La sanitaria determinó que no era necesario. Bastaría con dejarle dormir la mona.
“Si fuese un niño de papá en el botellón no lo habrían dejado tirado con el coma etílico, como a un perro”, lamentan en Juan XXIII. Según la versión de Sanidade, la ambulancia no se lo llevó porque el propio Caniche denegó de palabra la asistencia. Los amigos, sin embargo, aseguran que no podía hablar y que el que contestó a las preguntas del equipo médico fue su amigo inseparable, el chico del perro blanco de lanas que conoció hace un par de meses transitando por el Camiño da Costa a Santiago. A Caniche le murieron hace poco la madre y un hermano. Ahora, de la familia, natural de Valencia, en Compostela queda vivo el hermano mayor, también toxicómano, que habita un piso de Cáritas con su mujer. Todavía con las cenizas del muerto calientes, Pablo Canet anunció que denunciaría a los facultativos para que el caso no se repita.
“Las zorras y las aves tienen cuevas y nidos”, reivindica una pintada que alguno hizo en el techo. Ángel señala el rincón cubierto de ramos de flores silvestres que improvisaron los amigos de Caniche y manda una invitación: “Si alguien quiere conocer la cruda realidad, que venga aquí”.
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