En orden disperso
El soberanismo y el independentismo son diversos, pero en la hora de la batalla resulta suicida presentarse divididos
Durante los últimos meses —seamos sinceros: desde antes de que estuviera seca la tinta con que fue rubricado, el 19 de diciembre, en el Parlament—, un potentísimo coro de medios, analistas y adversarios se ha dedicado a especular sin tregua acerca de las fragilidades del pacto de legislatura entre Convergència i Unió y Esquerra Republicana. Los principales líderes de ERC han sido interrogados hasta la extenuación, y sus palabras analizadas hasta la exégesis, tratando de escucharles un no rotundo a los futuros Presupuestos de la Generalitat, alguna amenaza de ruptura que pusiera al Gobierno de Artur Mas en el despeñadero.
En cierto modo, se trata de un revival del escenario que ya vivimos a partir de 2004. Entonces, los enemigos del Tripartito consideraban a Esquerra el eslabón más inestable de aquella fórmula y, presionándola, querían echar abajo todo el invento. Ahora, los enemigos del rumbo soberanista —que, en algún significado caso, coinciden con los del Tripartito— hurgan en las diferencias entre Artur Mas y Oriol Junqueras, enfatizan las “imposiciones” del segundo sobre el primero, porque ven en un divorcio ruidoso entre ambos la clave para forzar al presidente Mas a una humillante retirada, a una rectificación en toda la línea.
Otra actividad muy practicada a lo largo de este curso político ha sido la de buscar contradicciones entre el discurso de Unió y el de Convergència. Et pour cause: desde la campaña de noviembre, Josep Antoni Duran i Lleida no ha dejado de alimentar una tensión controlada, una mediáticamente rentable expectativa de crisis entre su supuesto confederalismo y el independentismo de CDC: mientras los socialcristianos mantendrían con respecto a Madrid la vocación de pontoneros, los convergentes serían más bien los minadores… Todo ello, a mi juicio, bajo la campana de vidrio de un debate artificioso, ficticio, en el que Duran no ha llegado a exponer en ningún momento una estrategia seriamente alternativa a la del Estado propio que defendió el último programa electoral de CiU.
Otra actividad muy practicada a lo largo de este curso político ha sido la de buscar contradicciones entre el discurso de Unió y el de Convergència
Pero, entretenidos en la glosa de los desacuerdos tácticos entre CDC y UDC, de las escaramuzas discursivas entre CiU y ERC, hasta esta misma semana se nos había escapado una fractura mucho más seria, porque parece afectar al seno mismo de Convergència Democràtica; peor: al núcleo duro de ese piñol soberanista que, según las crónicas, inspira y acompaña el liderazgo político de Artur Mas desde hace al menos una década. Ha hecho visible la grieta el consejero de Justicia y, durante el bienio anterior, Secretario del Gobierno de la Generalitat, Germà Gordó i Aubarell.
Ya saben: el otro día, en uno de esos foros con mantel tan propicios a la política declarativa que nos inunda, el consejero Gordó dijo que “no acababa de ver la manera”, que “se le hacía difícil ver la posibilidad de celebrar [la consulta soberanista] si no es en el marco de un acuerdo con el Estado”. Puesto que él mismo tampoco observa hoy “ningún punto de encuentro posible” con el Gobierno de Rajoy, ¿significa eso que, para el titular de Justicia —nada menos—, es preciso congelar o renunciar al derecho a decidir, echar por la borda el doble mandato ciudadano del 11-S y del 25-N? ¿Para qué sirve entonces el flamante Consejo Asesor para la Transición Nacional?
En las presentes circunstancias, nada de lo que se diga es inocente ni inocuo y el consejero debería saberlo. Prueba de ello es el entusiasmo con que, en los días siguientes, ha explotado sus palabras el órgano barcelonés del “dialoguismo” conservador y conllevante. El miércoles, era ya la vicepresidenta Sáenz de Santamaría quien tomaba los asertos de Gordó como señales de que, ahogado por las penurias financieras, el Gobierno de la Generalitat empieza a arriar velas y a pedir árnica. ¿Es esa una buena actitud negociadora?
Cataluña constituye, por fortuna, una sociedad plural, y el soberanismo y el independentismo son congénitamente diversos. Pero resulta absurdo y suicida acudir a la batalla en orden tan disperso, y encima después de barrenar las propias naves.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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