Sara Montiel
La actriz volvió a España y rodó 'El último cuplé', una película por la que nadie apostó nada
Sara Montiel era una pasión, una fogosidad convertida en escena. Para quienes amamos la edad dorada, Sara Montiel ha sido el cine, esa capacidad para abstraernos de nuestra realidad y así sentir el halo de un paisaje que podemos recorrer y habitar. Las estrellas conviven con nosotros desde su espacio líquido, en la porosidad relativa y probable de todo cuanto amamos sin poderlo tocar. Sin embargo, Sara era corpórea, bonancible, porque entraba al trapo de cualquier conversación sin desprenderse de su halo magmático y sonoro, radical y despierto, con una inteligencia natural que se fue perfilando sabiamente en la revelación de una expresión que estaba más allá de la pura belleza y que la convirtió en un mito. Las estrellas viven con nosotros: desayunan, se dan un baño de espuma con una copa intacta de champán sostenida en el borde, acuden a los estrenos en Callao y cierran la noche azul de una sala de fiestas abrumada por el brillo argentífero en los labios sobre el beso total de la ginebra helada. Las estrellas no envejecen, sino que se transforman con nosotros, se van pegando al hilo de una vida que siempre las contempla a ellas de fondo, como un ámbar de luz salpicado en el cielo que nos mira y nos toca, que nos mece y abraza, que nos hace soñar la misma carne y abismarnos también en los ojos cobrizos como una exploración del misterio del mundo.
Sara Montiel puede acompañarte toda una vida. Durante mi infancia, descubriendo sus películas, cuando todavía se podían ver las televisiones públicas y se nos educaba con el cine, Sara Montiel era una imantación, y era imposible despegar no los ojos, sino el cuerpo entero de cualquier secuencia en que saliera. No se podía ver La violetera, no se le podía ver cantar Nena en la escena final de El último cuplé, sin sentir que ella estaba allí contigo, que su presencia tan abarcadora y fresca, tan natural y al tiempo tan mundana, sofisticada y frágil, había ocupado el salón, estaba en el sofá, melosa y dulce, pero también eléctrica y punzante en la mirada abrasadora y libre. Hasta que la descubrí, sólo había sentido esa especie de arrebato, de embobamiento mítico, por la maravillosa Rita Hayworth. No es que tengan demasiado en común, o quizá, sencillamente, no se parezcan en nada: pero hasta que llegó Sara, sólo Rita y otras actrices norteamericanas me hacían permanecer pegado a la pantalla. Aunque había una diferencia, porque Sara Montiel era española. Luego, con los años, descubriría que Rita, Margarita Cansino, tenía ascendencia sevillana, y conocí también su historia más terrible, parafraseando el título de la novela de Caballero Bonald, en la casa del padre.
Sara era corpórea, bonancible, porque entraba al trapo de cualquier conversación
Pero Sara era española. Y había actuado en Hollywood entre el trapecista y nadador Burt Lancaster y el solo ante el peligro Gary Cooper. Hollywood, Hollywood, había tenido allí a la española más hermosa que ya, cuando llegó, era la guardiana de su propio relato: porque Sara Montiel era ella misma bastante antes de Hollywood, después de su experiencia mexicana, cuando aprendió a entender la poesía acompañada de León Felipe, en un territorio tan dado a la imaginación como el de la novela Amuleto, de Roberto Bolaño, en la que una mujer llega hasta la casa del poeta para limpiarla gratis, por el mero placer de sentir cerca al maestro. Tuvo varios maestros Sara: también Severo Ochoa, el amor de su vida. Pero como ella contaba, con muchísima gracia: “¿Qué futuro me esperaba con él? ¿Quedar con las mujeres de los demás científicos para tomar café? Por eso nos separamos”. Pero todavía jovencísima, convertida en la india más guapa de las praderas de Los Ángeles, después de haberle hecho huevos con chorizo a Marlon Brando y de haber paseado con James Dean en su descapotable, Sara volvió a España y rodó El último cuplé, una película por la que nadie apostó nada, que había rechazado protagonizar, según se cuenta, Conchita Piquer, y con un repertorio musical que ella misma se empeñó en interpretar; no cantar, sino interpretar.
Nena, me decía loco de pasión. Nena, con el vestido negro y los ojos abiertos a su voz modulada, a su fraseo tan cálido, tan hecho a la veracidad de la intención vital. Se encargó de mostrar en cada entrevista una inteligente lucidez. Fue preciosa desde su libertad y así siguió viviendo entre nosotros. Y al alejarse de su juventud nos la conservó intacta. Sara dejó las películas antes del destape, porque el suyo era el gran erotismo del cine: un quitarse los guantes, el vapor natural del carmín sobre el humo.
Joaquín Pérez Azaústre es escritor.
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