Cultura de la propiedad
El predominio de la propiedad sobre el alquiler influye en las formas de vivir, de relación y de imaginar el nuestro futuro
Esta semana, un estudio del Banco Central Europeo ha revelado que el 83% de españoles es dueño de su vivienda. Estas cifras confirman la tendencia del predominio de la propiedad sobre el alquiler como régimen residencial, en una desproporción inusual en términos europeos. En un momento de vivo debate sobre la vivienda, y tras más de cinco años de una crisis que nació en el sector inmobiliario, parece relevante preguntarse por la dimensión cultural de un sistema de tenencia tan decantado a favor de la propiedad.
En contra de lo que a menudo se argumenta, no son ni la cultura, ni el clima, ni la tradición lo que inclina a los ciudadanos hacia la compra de su vivienda. En realidad, este predominio de la propiedad es un fenómeno muy reciente. Según un estudio de las profesoras Pareja y Sánchez-Martínez, en 1950 más de la mitad de viviendas se encontraban en régimen de alquiler, un porcentaje que alcanzaba el 95% en grandes ciudades como Barcelona.
Las políticas desarrolladas por el franquismo congelaron el alquiler para regular la escasez de la vivienda tras la Guerra Civil con el fin de garantizar la paz social. Con el tiempo, la excesiva protección de los inquilinos agotó el mercado de alquiler, desestimuló la inversión privada en el sector y favoreció el acceso a la propiedad en unas ciudades en pleno proceso de desarrollo. El resultado fue la extensión del régimen de compra a todas las clases sociales. El resto de la historia es conocida. Una fiscalidad y unas políticas de la vivienda que premian la propiedad, y la utilización del sector inmobiliario como instrumento de reactivación económica consolidaron el modelo. Con el sector del alquiler aniquilado, las familias se endeudaron y se llegó al desajuste actual —y paradójico— entre un exceso de oferta y una gran dificultad en el acceso a la vivienda.
Según un estudio de la OCDE, un propietario (con o sin hipoteca) tiene entre el 9% y el 13% menos de probabilidades de moverse que un inquilino
Pero si bien puede afirmarse que las causas del predominio de la propiedad no son solo culturales, este sistema sí tiene consecuencias en nuestras formas de vivir, de relacionarnos o de imaginar nuestro futuro. Probablemente, la más evidente deriva de la relación entre el régimen de tenencia y las tasas de movilidad. Según un estudio de la OCDE, un propietario (con o sin hipoteca) tiene entre el 9% y el 13% menos de probabilidades de moverse que un inquilino. Esta inferior movilidad se añade a una estructura social ya muy centrada en la familia, en la que la edad de emancipación juvenil es la más elevada de Europa por la falta de alquiler, y en la que el sistema económico ha sido liderado por empresas familiares que basan su éxito en la transmisión de generación a generación.
La movilidad es siempre un arma de doble filo porque a menudo es fruto de la precariedad. En muchas ocasiones, la propiedad ha sido una aspiración de las clases más desfavorecidas para asegurarse un techo. El problema no radica en la propiedad en sí sino en el gran desequilibrio en detrimento del alquiler. En el contexto de bonanza económica, el predominio de la propiedad no incentivó la movilidad voluntaria y afianzó una cultura basada en las raíces que acabó convertida en autocomplacencia y nos privó de lucidez. Ahora, para desolación de todos, la movilidad es forzada, dolorosa y sin retorno.
Nuestras formas de habitar dicen mucho de nuestro marco político y moral. Los modelos de tenencia de vivienda son un espejo de los sistemas de bienestar y de redistribución de la riqueza de los países. Aquí, el peso ha recaído más en la familia y el mercado que en el Estado. Por otro lado, habitar supone reconocer que “vayamos donde vayamos, ha habido otros humanos antes que nosotros, y ellos han dejado rastros —en prácticas culturales, materiales e inmateriales— que nos sugieren cómo ser humanos en ese lugar”, según Dipesh Chakrabarty.
La movilidad permite tomar conciencia de la historia de los lugares pero también de la contingencia de las raíces. También estimula la mirada crítica así como el conocimiento y el respeto a otras formas de vivir. Tener un hogar es fundamental como espacio de creación de sentido y de proyección hacia el futuro. Pero tener un lugar para vivir no significa necesariamente poseer una vivienda.
Judit Carrera es politóloga
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