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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo perfecto es superable

Acostumbrado a leer en la pantalla del ordenador, cuando cojo un libro, echo de menos las herramientas electrónicas de lectura

Una joven lee un libro electrónico tumbada en un banco, en Sevilla.
Una joven lee un libro electrónico tumbada en un banco, en Sevilla. julián rojas

Fui a Málaga en autobús y me llevé un libro para el camino, de Baroja, más por gusto que por trabajo, La nave de los locos, una novela de 1925 que trata de una guerra de antes de 1840. En el prólogo el autor habla de literatura con dos amigos mientras les arreglan el coche en un pueblo de la costa de Málaga. La novela, en general, exige “un ambiente ancho, extenso, y muchas figuras”, dice Pío Baroja. Y añade: “Si a la gente actual se pretende arrastrarla y encerrarla en un pequeño mundo, estático y hermético, aunque sea bello, se puede tener la seguridad de que se opondrá”. Está hablando de la gente de 1925, pero parece pensar en lectores de hoy, habituados al mínimo nivel de concentración continua en un mismo asunto que cultivamos en Internet.

Me he acostumbrado a leer en la pantalla del ordenador y ahora, cuando cojo un libro, echo de menos un recurso que encuentro en las herramientas electrónicas de lectura: en un libro no puedo buscar automáticamente una palabra o una frase con sólo pulsar unas teclas. Embarcado en La nave de los locos barojiana, necesito localizar alguna vez a alguno de sus personajes, aventureros, soldados, conspiradores y asesinos, tan abundantes los cuatro tipos en una guerra civil, aquí la de 1833, la primera guerra carlista. Un útil nuevo, el ordenador, me ha descubierto una deficiencia en otro antiguo, el libro de papel, tan prodigioso, una imperfección que los editores atenúan con índices temáticos y onomásticos. Pero esas ayudas no existen en una novela y, en otra clase de libros, a veces sólo se quiere buscar una palabra, un adjetivo o un verbo, “guerrear”, por ejemplo, para volver a ver una frase que nos llamó la atención y nos pareció interesante.

En un libro de papel (Doppio Zero, de Marco Belpoliti) encuentro un personaje real, Steve Mann, formado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts y profesor de la Universidad de Toronto, que se dedica desde finales de los años setenta del siglo pasado a ampliar la visión humana a través de los ordenadores. Mann tiene ahora cincuenta años. Su abuelo le enseñó a soldar cuando era un adolescente y desde entonces se puso a darle vueltas a cómo mejorar el visor de las máscaras protectoras de los soldadores. En los años ochenta Mann iba por ahí con una especie de escafandra, cámaras y antenas en la cabeza, cables por todo el cuerpo que lo conectaban a un ordenador, un fenómeno extraterrestre. Mediante programas informáticos, por el cristal de la escafandra podía ver el mundo al revés, cabeza abajo, o como lo percibirían los ojos de una mosca. Podía oscurecer o aclarar lo que miraba, aumentarlo o disminuirlo, acercarlo o alejarlo, e ilustrarlo con informaciones complementarias.

En los años noventa Mann, conectado ya a Internet, había descubierto que sus visores computerizados no sólo servían para ver mejor: serían un instrumento de comunicación entre individuos que vivirían conectados a un ordenador incesantemente. Lo llevarían acoplado al cuerpo, como hoy se lleva el teléfono móvil pegado a la mano. La escafandra se transformó en unas gafas. Ahora su mujer, desde casa, le ayuda a elegir la fruta en el supermercado, mientras los dos continúan su trabajo, escribiendo, leyendo, discutiendo con los colegas cuestiones personales y profesionales, todo a través de las gafas.

Algunos días leo el blog de Mann. Hoy, metido en el libro de Baroja, se me ocurre que si leyera La nave de los locos con las gafas de Mann quizá encontraría una solución al problema de buscar en sus páginas una sola palabra o una frase: “Hay que comer, hay que vivir, y esto lo explica todo”, por ejemplo. La dice el Ratón, un riojano a quien su amante inglesa, entusiasmada con él, considera bruto y feo. Pero se me ocurre algo más fácil y barato. Las editoriales podrían incluir en el libro un código QR (Quick Response), ese gráfico de cuadros blancos y negros que parece la reproducción de una pieza del Op Art y estampan las empresas en la publicidad y las etiquetas. El lector conectaría con la dirección web de la editorial, teclearía en el teléfono móvil la obra, la frase o la palabra deseadas, y recibiría inmediata respuesta de en qué página o páginas está lo que busca. Así los aficionados al papel no perderían las ventajas del libro: tener siempre todas las páginas al alcance de la mano y de los ojos. Y eso hasta que el libro se haga con páginas de papel que sean un entramado de fibras electrónicas y se convierta, casi tal y como lo conocemos hoy, en un ordenador portátil, más o menos de bolsillo.

Justo Navarro es escritor.

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