El edificio contra ‘La Cosa’
Langarita y Navarro muestran su nuevo proyecto, las recuperadas Serrerías belgas
La historia del Madrid industrial está escrita en las Serrerías belgas. Hija de la modernidad europea que empezó a llegar con el siglo XX, la maderera cerró su almacén en los noventa, cuando la economía recibió la orden de abandonar la senda de la producción material. Hoy está lista para reabrir como sede del Medialab, proyecto de divulgación de la cultura digital. Y también es la tarjeta de presentación de un estudio de arquitectura que parece haber entendido a la perfección los nuevos tiempos: Langarita y Navarro, especialistas en suplir con imaginación la falta de recursos.
Víctor Navarro y María Langarita esperan el lunes a las puertas de las Serrerías, en la esquina de las calles de Alameda y Cenicero, a espaldas del Caixa Forum. El día luce encapotado, pero acaban de comunicarles que han ganado el premio internacional AR por su Red Bull Academy en la Nave 15 de Matadero, el mismo proyecto por el que están nominados al Mies Van der Rohe, el mayor galardón de arquitectura contemporánea de la Unión Europea.
A las Serrerías le quedan unos remates, pero ya está lista para abrir en enero. Es la última gran infraestructura cultural planeada en la ciudad, y su camino no ha sido sencillo en un momento en que la obra pública está en peligro de extinción. “Ha sido un proyecto duro, con muchos golpes”, cuenta María. Cuando en 2007 ganaron el concurso de rehabilitación, al que se presentaron popes como Zaha Hadid, los jóvenes arquitectos (nacidos ambos en 1979) solo tenían construida una unifamiliar. “Y habíamos quedado segundos en el concurso para las naves 15 y 16 de Matadero”, dice Víctor. La obra, que ha costado seis millones de euros, no arrancó hasta 2009 y se convirtió en una romería de problemas: quebró la UTE constructora, los trabajos pararon un invierno… y si se ha concluido es probablemente gracias a la afición de la pareja por los materiales baratos.
Langarita y Navarro son de esos arquitectos aficionados a la conceptualización. Para el concurso presentaron un proyecto denominado Streetfighter, basado en un combate entre dos entidades: el edificio y La Cosa. El edificio original, formado por dos naves de hormigón, se ha conservado íntegramente —con reparaciones puntuales— y sobre él se ha posado La Cosa, nombre que define a un alienígena del siglo XXI que contiene “todo el material nuevo” que necesitaban incorporar. El corazón de La Cosa es el conducto que une las dos naves, una crisálida textil suspendida por tensores de metal. A partir de ahí, sus tentáculos se extienden por todas las estancias llevando la ventilación y el sistema de cables que asegure las conexiones necesarias en un centro tecnológico.
Proyecto con güija
Un híbrido. “Álvarez Noya, el arquitecto original del edificio, es coautor de nuestro proyecto”, bromean: “Él hizo más de la mitad y nos hemos ido comunicando por güija”. Con las Serrerías, Álvarez Noya dejó uno de los primeros trabajos de hormigón armado que resisten en la ciudad. Se levantó en los años veinte, cuando la capital era una ciudad con chimeneas y olor a humo y serrín. Su propietario era la Sociedad Belga, propiedad de unos belgas que, en un viaje por España en 1840, compraron un pinar de El Paular liberado por la desamortización y comenzaron a explotarlo con modelos de gestión europea.
Las dos naves sirvieron de taller y expositor de las maderas. La actividad fue cayendo hasta el abandono y, en el año 2000, siguiendo la tendencia de reutilizar estructuras industriales para programas culturales, el área de las Artes del Ayuntamiento las compró y lanzó el concurso. “Cuando llegamos, encontramos unos edificios renegridos por las hogueras de viejas ocupaciones”, recuerda María, a la que le gusta buscar las “energías cautivas de los edificios”.
El interior ahora ha quedado como una sucesión de espacios diáfanos. Las estancias no se han diseñado con funciones específicas porque el objetivo es que sean polivalentes. A grandes rasgos, la nave llamada Alameda se destinará a talleres, y la Cenicero alojará conferencias y una cantina con un patio que queda integrado en la calle, en un corredor entre el Caixa Fórum y el Reina Sofía. Junto a estos espacios intercambiables, hay toda una serie de dispositivos específicos para las necesidades del Medialab, como una pantalla de cristal líquido encofrada en el suelo similar a un gigantesco iPad. “Hemos construido todo hablando con la gente de Medialab. Nosotros se lo ponemos con la mayor cantidad de utilidades posible para que ellos, que son los que saben del tema, le saquen partido”, cuenta María.
Una de las marcas de identidad de la pareja de arquitectos es lo liviano de sus intervenciones. En las Serrerías, en contraste con la pesadez del hormigón, La Cosa es principalmente de tela y cables. Y madera, por supuesto: los paneles y los bungalows se reparten por numerosos puntos del edificio, igual que ocurre en la Red Bull Academy. “Es que las Serrerías es el origen de todo”, dice María frente a unas casetas que han concebido como estudio de artistas en residencia. “Lo pensamos para aquí y luego lo utilizamos en la Red Bull, y nos quedó con ese aspecto de poblado de la Iniciativa Dharma”, explica en referencia a la serie Perdidos.
El triunfo de la improvisación
El éxito de la academia de música con patrocinio de la marca de bebidas llegó de forma sorprendente. El evento se iba a celebrar en Japón hasta que se produjo el accidente nuclear de Fukushima. Entonces se trasladó a Madrid, con menos de dos meses para diseñar y montar las instalaciones. Llamaron a Langarita y Navarro y les invitaron a improvisar. La suma de limitaciones dio lugar a una obra ingeniosa, con materiales baratos y fácil de montar y desmontar: en medio de los 5.000 metros cuadrados de la nave 15 de Matadero, una ciudad de estudios de ensayo y grabación. Un logro de la arquitectura Ikea
En las Serrerías el principio ha sido el mismo: los arquitectos asumen que su tarea es preparar el edificio para su uso durante unos años, no hasta el final de los tiempos. “El hormigón seguirá tres siglos”, cuenta Víctor. “Nuestra intervención es a base de tela y madera porque no tiene sentido recurrir a materiales que van a durar más que el uso que les queremos dar. Todo tiene que ser fácil de retirar por si un día se decide hacerlo”. Más arquitectura de Ikea, en el sentido de que es modulable, rehuye lo caro y no aspira a la eternidad, sino a una fusión de funcionalidad y diseño desenfadado. “No queremos condicionar la evolución del edificio. Las actividades que se desarrollen en él lo modificarán”.
En un rincón de la nave Alameda continúan plantadas dos sierras de hace cien años como testigos de otro tiempo y otros valores. El edificio ya está lleno de cajas con material del Medialab, que ya se está mudando de su ubicación embrionaria en las catacumbas de la colindante plaza de las Letras: un espacio que se incorpora por unas escaleras a las Serrerías como un taller subterráneo para cortadoras digitales. Hasta ahora el Medialab ha sido uno de esos lugares en los que nadie fuera de su circuito sabe demasiado bien qué se cuece. El objetivo es que adquiera visibilidad y se convierta en un albergue de proyectos artísticos, sociales y académicos que recurran a tecnología digital. Por ejemplo, aplicaciones para hacer mapas ciudadanos, talleres de escritura colaborativa, videoarte, o cualquier proyecto relacionado con internet. “Será un edificio lleno de hermanos mayores que te enseñan a usar cosas”, explica María.
Su estudio se ha sabido adaptar a la crisis, pero de momento no tiene más obras en Madrid, solo la promesa que implica haber ganado el concurso del Colegio de arquitectos para un espacio de coworking en la calle de Piamonte. “Seguimos haciendo cosas. Pequeñas, pero cosas”, dice Víctor. “Ahora estamos con un minichalé de 30 metros”, apostilla María. “Cada vez todo más pequeño”.
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