¡Que se jodan!
“Cada hombre está solo y a nadie le importa nadie y nuestros dolores son una isla desierta”. De esta bella y demoledora manera arranca El libro de mi madre del escritor judío Albert Cohen. Al marasmo contenido en esa frase le llevó a Cohen la muerte de su madre. Pero ahora mismo, y más aún en la coyuntura en la que vivimos, serán muchos los que habiten en esa isla desierta arrastrados por diversos naufragios particulares: un despido, una enfermedad, un desahucio, qué sé yo. Y en ese momento el tiempo se detendrá para ellos y no podrán entender cómo para el resto de las personas con las que se cruzarán en las calles y en las plazas la vida sigue fluyendo, sigue su curso normal. “¿Cómo podéis seguir viviendo tan tranquilos con lo que a mí me ha pasado?”, gritarán a voz en cuello. Pero su pregunta no hallará el eco de una respuesta.
Del tiempo que pasen en esa isla dependerá el resto de sus vidas. A los que se les congele la vida en el momento de su desventura, es posible que ya no abandonen la isla jamás. Que vivan el resto de sus días rumiando su desgracia o, lo que es aún peor, su injusticia, en un pasado que acabará siendo un presente y un futuro continuo e infinito. Como animales cada vez más cansados dando eternamente vueltas y más vueltas alrededor de la pista de un circo buscando de forma inútil una salida. Otros más afortunados, en cambio, abandonarán la isla, abandonarán su desdicha, si bien nunca podrán olvidar su estancia en ella.
Max Weber acuñó, entre otras muchas, dos expresiones valiosas para la sociología contemporánea: la de desencantamiento del mundo y la de la irracionalidad ética del mundo. Así, para Weber los avances y los descubrimientos científicos irían por sí mismos, como de hecho así ha sido, retirando el velo de misterio y magia que nos rodea. Asimismo, esa idea de “mundo justo” que a decir de los psicólogos sociales anida en los humanos —esto es, que las buenas acciones tienen su recompensa y las malas, por el contrario, su castigo— no se corresponde para Weber con la realidad. De forma parecida, a muchos el mundo se les ha desencantado, se les ha desgastado con el uso, sin que ninguna ilusión tenga ya la capacidad de reencantarlo de nuevo. Y, a su vez, cuando les hablen de una justa correspondencia ética ya no podrán, por más que lo intenten, recuperar su antigua fe en ella.
Corren tiempos de darwinismo social. Nos dicen: “Han vivido ustedes por encima de sus posibilidades”, “hay que eliminar la grasa que sobra”, “son ustedes poco productivos”, “sólo tendrán los derechos que puedan pagarse”, “el desempleo es un lujo que no nos podemos permitir”, etcétera. Y poco o nada se habla de los que se van quedando por el camino, tan poco productivos ellos, al fin y al cabo. “Por las calles —cuenta Cohen—, deambulo triste como una lámpara de petróleo encendida a pleno sol”. Malos tiempos éstos para las tristes lámparas de petróleo. “¡Que se jodan!”.
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