Una historia interminable
La mala política ha corrompido todo lo relacionado con el legado de Miguel Hernández
Cada cierto tiempo, regresa a la actualidad la discusión sobre el legado del poeta Miguel Hernández. Es lo que acaba de suceder estos días pasados. Bastó que Lucía Izquierdo anunciara que los papeles se llevarían a Quesada, para que la prensa y, en general, los medios de comunicación, nos volcásemos sobre el tema. De nuevo, una vez más, hemos vuelto a discutir sobre lo que ya habíamos discutido decenas de veces para no llegar a ninguna parte.
¿Tendrá alguna vez el asunto un final feliz? Me parece difícil. No es que el conflicto haya llegado a un punto sin solución, sino que existe —lo hemos visto en las declaraciones efectuadas por las autoridades— un interés escaso, meramente formal, por estas cuestiones. España no aprecia a sus artistas, los utiliza; al contrario de lo que ocurre en otros países, no considera sus obras un patrimonio común que debemos preservar.
Como sucede a menudo con las polémicas, es difícil hallar el origen del problema. De un lado, están los herederos del poeta, sus familiares. Lucía Izquierdo quiere obtener un provecho económico de los documentos, como es natural.
Es un deseo legítimo que nadie se atreverá a discutir. Su demanda podrá parecernos más o menos excesiva, pero no que exija una compensación económica por lo que es el patrimonio de la familia.
Del otro lado, están los políticos de uno u otro partido. Cuantas veces han intervenido, ¿qué han hecho los políticos con el legado de Hernández? Han buscado utilizarlo porque, a través de su nombre, pensaban atraer a algunos votantes a su lado.
Sin las circunstancias que rodearon la muerte del poeta, en la cárcel, enfermo, es improbable que el conflicto se hubiera producido. Pero el hecho se produjo, y nada podemos hacer para cambiar la historia, aunque algunos lo intenten a diario. Y la historia ha convertido a Miguel Hernández en una denuncia contra la dictadura del general Franco.
Este hecho ineluctable ha marcado el legado del poeta y nos impide hablar sobre él con tranquilidad. Convertido Hernández en un símbolo atractivo para los ciudadanos, era forzoso que los políticos tratarán de aprovecharlo para exhibirlo como algo propio. ¿No es así como actúo Eduardo Zaplana al dar el nombre del poeta a la nueva universidad de Elche?
Debemos decirlo una vez más: ha sido la mala política la que ha corrompido este asunto. Esa política que sólo piensa en el corto plazo —los cuatro años que median entre una votación y otra— y a la que, en el fondo, le trae sin cuidado el destino que pueda darse a los papeles del poeta.
Si les preocupara realmente el legado de Miguel Hernández, hace tiempo que los socialistas y los populares ilicitanos se hubieran puesto de acuerdo. Pero tanto Alejandro Soler como Mercedes Alonso convirtieron el tema, cada a uno a su modo, una cuestión partidista. Ninguno de ellos pensaba realmente en Hernández ni en la ciudad, sino en cómo obtener unos votos para alcanzar la alcaldía.
Pero hagamos un ejercicio de realismo, y no convirtamos a los políticos en los únicos responsables de este fracaso. La política no debe resolverlo todo. Y, en este caso, los ciudadanos no hemos estado a la altura de las circunstancias. Carecemos —al contrario de lo que sucede en oros países más avanzados— de una sociedad civil preocupada por el patrimonio cultural.
Si fuera así, hace años que el legado de Hernández estaría depositado en Elche, en su universidad, adquirido con la ayuda de los grandes industriales ilicitanos. Pero todavía no somos ese país que el dinero fácil nos había hecho creer.
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